EL COBERTIZO: El mirlo (Animales Orales, 1)

El mirlo

(Animales Orales, 1)

Quien ha escuchado los parloteos musicales del mirlo un día, ya los escuchará para siempre. Son bellos y variados, tanto que llegan a compararse con los del ruiseñor, y se pueden oír en todo lugar, por el campo y por los parques de pueblos y ciudades. Es un placer escucharlo, como nos cuenta Robert Louis Stevenson en su poema Corazón (De vuelta del mar. Penguin Clásicos, 2019):

Loco cantante del amanecer y atardecer, sobre todo en primavera y verano, incansable merodeador de jardines siempre, a este animal alado lo llevamos humanizando desde antiguo y haciéndolo símbolo de la voz y el discurso. El mirlo nos habla con su canto. Así lo dice Luis Cernuda en el poema titulado Jardín (Antología poética, Alianza Editorial, 1989):

Parece el sacerdote de alguna religión mistérica, un fraile con pico, huidizo, descarado, goloso. Y, sobre todo, cantor. Muy considerado por los celtas, su nombre se asimila con el mítico Merlín ¡nada menos! Gerardo Diego hace referencia a esta presunta y muy digna etimología en su precioso poema Estoy oyendo cantar a un mirlo (Versos escogidos. Editorial Gredos, 1970) del que solo transcribo, por ser bastante extenso, sus primeros y últimos versos:

El mirlo resuena dando continuidad al discurso, a la vida; como si fuera un solo mirlo, una voz que discurre a lo largo de la historia y que canta, hace música de la existencia. Una música eterna. El mirlo de los músicos, los poetas y también los cuentistas, pues como escribe Manuel Rivas en su poema Catorce del uno (El pueblo de la noche y Mohicania revisitada, Suma de Letras, 2003) en sus melodías andan los cuentos:

El mirlo los siembra, y llega Gloria Fuertes con su ligereza habitual, y en su poema Madrid (Poesía cada día. Ediciones de la Torre, 2009) expresa eso que ya estaba en el aire, que quien hace poesía es un mirlo blanco, una rareza, alguien que trabaja por un mundo un poco más transitable:

Mientras haya voz, esta será también la del mirlo, de modo que hay que ponerlo a cantar sobre la línea, como hace Cecilia Pisos (Esto que brilla en el aire, FCE, 2017), y arriesgarse a que el poema quede pendiente de un hilo:

Aunque también pudiera ocurrir que, según Eugenio de Andrade, haya sido el mirlo quien abandona el parque para anidar en un poema suyo. Así ocurre En Florencia con Fiama, donde el autor pincela el recuerdo de una conversación bellísima entre su amiga poeta y el pájaro del parque:

A estas alturas sospecho que no hace falta decir que soy una amante de este pájaro, que lo descubrí unido al amor y que nunca más ha dejado de acompañarme. Me alumbró hace años al final de una noche tremenda en un hotel alemán cercano al aeropuerto de Frankfurt, después de haber perdido el avión que me iba a llevar a casa debido a un retraso del vuelo en el que llegaba para hacer el trasbordo. La experiencia de esa noche —con un olor insufrible a tabaco pegado a las paredes de la habitación, sin pegar ojo por miedo a perder el siguiente vuelo— de pronto se vio inundada, momentos antes del amanecer, por el canto de un mirlo invisible pero cercano, que tuvo la virtud de hacerme sentir en casa ¡allí, en medio de aquella desolación, también cantaba el mirlo! porque mi casa de pronto se había convertido en el mundo entero. Nunca olvidaré su consuelo, el de aquel mirlo que en un instante gracias a su canto fue todos.

Asimismo imagino que tampoco queda ninguna duda respecto a que el amor a esta ilustre ave me ha llevado a atesorar una modesta colección de poemas. Algunos de los cuales ya se han quedado cantando por aquí. Este escrito está siendo un reto, pues me he obligado a no sobrepasar el tope de diez temas; así como un placer por tener la oportunidad volver a ellos y elegirlos. Traigo ahora a Bertolt Brecht (Poemas del lugar y la circunstancia. Pre-Textos, 2003) y la meditación que vivió al escuchar el canto del mirlo en el hospital, poco antes de morir:

Por último no podía faltar Emily Dickinson poniendo una magnífica coda al poema de Brecht cuando en Dos mundos dejó escrito que ningún mirlo ahogará su algarabía para rendirle a algún Calvario honores. Qué satisfacción escucharla en este otro poema, cuando en su primera estrofa escribe lo que es La esperanza (El secreto de la oropéndola, Nórdica libros, 2024):

Y para cerrar este magnífico cortejo de grandes nombres, aporto mi sencilla contribución con este tema que escribí para el poemario Todo es volar (Editorial LUPI, 2021) titulado, por supuesto, Mirlo. Que sirva como plegaria para que la alegría nos acompañe siempre:

EL COBERTIZO: Dibujar el mundo

Dibujar el mundo

Ante la figura de un Borges infinito, hoy me detengo sobre un detalle suyo mínimo, un cuento breve o, siguiendo la terminología moderna, un microrrelato que reencontré hace poco en un epílogo de uno de los poemarios incluidos en su Poesía completa (Random House Mondadori, 2013). En realidad, esta pequeña historia la tenía recogida en mis papeles desde hacía mucho tiempo, pero no recordaba la obra donde la había leído.

Y de pronto allí estaba, mirándome, en el lugar menos pensado, insertada en el párrafo final de El hacedor (1960), uno de sus libros más libres, en el que se agrupan cuentos, poemas y ensayos breves. Un libro, como él mismo escribe en ese texto de cierre, que “de cuantos libros he entregado a la imprenta, ninguno, creo, es tan personal como esta colecticia y desordenada silva de varia lección, precisamente porque abunda en reflejos e interpolaciones”. Pues bien, este es el párrafo-cuento:

El relato, muy breve y sin embargo poblado de imágenes, tiene la marca potente de su autor; en él encontramos una de sus frecuentes y magnéticas enumeraciones, así como también la referencia recurrente al laberinto que, en este caso, se lo figura paciente. Por último, la historia destila el anhelo trascendente que atraviesa toda su escritura, y que a veces adopta un tono desesperanzado o ambiguo. No en este caso, en el que a mi juicio trata sobre la predestinación: cualquier acontecer configura destino, y está cargado de significado hasta tal punto, que se refleja incluso en lugares improbables como las líneas de la cara.

En El espejo de los enigmas, un texto que se encuentra dentro de su colección de ensayos Inquisiciones. Otras inquisiciones (Random House Mondadori, 2011), Borges escribe sobre el simbolismo de la existencia en consonancia con esa predeterminación del mundo que hace que cualquier manifestación de lo creado tenga un profundo sentido, aunque en muchas ocasiones sea desconocido para quien lo vive. Entre otras interesantes consideraciones comenta que De ahí a pensar que la historia del universo —y en ella nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas— tiene un valor inconjeturable, simbólico, no hay un trecho infinito. Muchos deben haberlo recorrido; nadie, tan asombrosamente como León Bloy (…) quien llegó a afirmar que nada puede ser contingente en la obra de una inteligencia infinita.

Esta rotunda frase tiene una nota al pie de página de Borges cuyo contenido revela la posible chispa de la que pudo brotar el relato que nos ocupa:

Estas pesquisas a propósito del microcuento me impulsaron a la relectura de la Poesía completa esta vez poniendo el foco en los sustanciosos Prólogos, Epílogos, Notas e Inscripciones que se saltean a lo largo del libro. Me pareció maravilloso que los editores hubieran tenido el buen criterio de incluirlos, pues son pura literatura. De modo que dando saltos como en el Juego de la Oca, fue como me reencontré con el famoso cuento de Chuang-Tzu y la mariposa, que había sido “dejado” en una de las notas del poemario Historia de la noche (1977). Concretamente, en la referida a un verso de su maravilloso poema Las causas. Por cierto que esta fábula —en una versión un poco más extensa— también se puede encontrar en su Antología de la literatura fantástica con el título de Sueño de la mariposa. La nota-cuento dice así:

En otro de mis saltos de lectura aterricé sobre esta jugosa anécdota, incluida en el prólogo al poemario El otro, el mismo (1964), sobre el mundillo literario de su tiempo:

Aprecio la autocrítica del autor sobre la agudeza mordaz con la que replicó a Hidalgo, así como la sincera apreciación de que sus segundas versiones de un mismo asunto suelen ser inferiores al original. Lo cierto es que dentro del conjunto de su obra son numerosos los temas que se repiten en diferentes épocas, formatos o contextos.  Un hecho que como lectora no le reprocho, antes al contrario, me resulta muy estimulante.

Aquí termina nuestro camino de lecturas por hoy, precisamente, con la buena noticia de que el cuento del hombre que se propone la tarea de dibujar el mundo también tuvo una segunda versión. Apareció en verso, veinticinco años después de su primera edición en prosa, formando parte de su último poemario, Los Conjurados (1985). El poema se titula La suma y está dispuesto como soneto, una forma métrica especialmente querida por el autor:

Dejo para ti, lectora, lector, estas dos versiones de la historia, una en forma de cuento y la otra de poema. Ahora tuyo será el juego de pensarlas e imaginarlas. Que lo disfrutes.


Epílogo

(Cómo sustraerse a este guiño de prólogos, notas, epílogos, inscripciones…)

Dice una frase proverbial en castellano que La cara es el espejo del alma. El refranero multilingüe del Centro Virtual Cervantes atribuye el origen de esta máxima a Cicerón, quien la prolongaba con una segunda parte: “y los ojos sus delatores”. Me parece que Borges con su historia va un poco más lejos al sugerir que “la cara es el espejo del destino (o del mundo)”. Un pensamiento que en parte se refleja asimismo en este soneto titulado Un ciego, perteneciente a La rosa profunda (1975) en el que el yo poético se queja de no poder verse la cara, razón por la que se le hace más difícil reconocerse:

EL COBERTIZO: Cuento y poesía

Cuento y poesía, dos pedazos de la misma tela

Este poema lo escribí para colocar en una esquinita del reverso de la postal que se repartió este 21 de marzo por Guadalajara como conmemoración del Día de la Poesía 2025. La espléndida ilustración para postal y cartel de este año ha sido obra de la artista Maite Marina. 

El día estuvo plagado de manifestaciones poéticas realizadas por numerosos colectivos de la ciudad y organizado por el Seminario de Literatura Infantil y Juvenil. Fue un honor que me invitaran a ser la pregonera de este año. Para la intervención, además del propio Pregón, quise compartir un retazo de lo que significa la poesía para mi vida y mi trabajo de cuentista. Este escrito es una breve pincelada de lo que conté. Hasta donde me llega el recuerdo, siempre he incorporado en mis espectáculos de narración, tanto para adultos como para criaturas, algún tema poético; no ha sido una decisión pensada, sino algo muy sentido. Tengo la fortuna de que gracias a mi actividad comunicadora, la poesía vive a través mío en sus tres aspectos: como lectora, escritora y narradora oral. Y tenerla tan presente me ha regalado muchas cosas, la más importante, el aprecio hacia la memoria como la base imprescindible de cultura, pues ha sido el precioso vehículo a través del cual se han transmitido saberes, aventuras y sentires desde que el mundo es mundo. El propio significado de la palabra recordar ya nos lo anuncia: volver a pasar por el corazón.

Como ejemplo muy antiguo de la necesidad ineludible del pasaje de boca a oreja a través de generaciones para que el discurso sobreviva, traigo aquí un poema sumerio recogido en el libro El mito de la diosa de Anne Baring y Jules Cashford, Ediciones Siruela. La civilización sumeria fue anterior a la babilónica y a la asiria, y floreció en el cuarto y tercer milenio a. C. en el área en torno a Basora, en la frontera entre los actuales Irán e Irak. Pues bien, a pesar del tiempo transcurrido, por fortuna han llegado hasta nuestros días unas 30.000 líneas de su escritura, y la mayor parte están en forma poética. Entre sus composiciones, se encuentran alrededor de 29 relatos épicos, 200 himnos, así como varias colecciones de proverbios. Este texto en cuestión se pone en boca de  la diosa Inanna dirigiéndose a su hijo-amante Dumuzi:

Cuando escribí la presentación a modo de prólogo para el I Catálogo de la Narración Oral en España, publicado en 1996 por el Seminario de Literatura Infantil y Juvenil de Guadalajara (el primer Maratón de los Cuentos se había celebrado en 1992 con gran vocación cosmopolita), al final del texto añadí este poema con una nota al pie —a todas luces para esconderme como autora— que decía: “Inscripción hallada en el tumba de un hakavati en Bagdad”:

Esta honda conexión entre la poesía y la narración oral tal vez sea un acicate como profundización de mi propio trabajo, quizá sea por pura pasión. Si bien es cierto que no faltan autoridades que den la razón a este sentir, como esta copla de Antonio Machado, tan sabia:

Asimismo como ejemplo de la asimilación existente entre estas dos disciplinas, he aquí un breve fragmento de Hans Christian Andersen. Se encuentra en el cuento “Los fuegos fatuos han llegado a la ciudad, dijo la Reina del Pantano”, dentro del libro Es la pura verdad publicado por la editorial Labor; una historia en la que un escritor de cuentos que, tras las calamidades de un país devastado por la guerra, ha perdido la inspiración, sale una noche en su busca y se encuentra con la extraordinaria Reina del Pantano, que se lo ofrece a manos llenas: Cuento y poesía, dos pedazos de la misma pieza, pueden echarse donde les apetezca. Toda su obra y toda su charla puede recocerse y sale mejor y más barata. Yo te la daré gratis. Tengo un armario lleno de poesía embotellada. Es la esencia, lo mejor de ella: hierbas, dulces y amargas. Guardo en botellas  toda la poesía que utilizan los humanos, para poner unas gotas en el pañuelo los domingos y aspirarla. Más de la que puedas necesitar.

Y para terminar este retazo de lo que aconteció aquella tarde tan especial, aquí va el Pregón del Día de la Poesía 2025 que escribí para la ocasión:

EL COBERTIZO: Cuarenta y la madre

Cuarenta y la madre

Apuntes sobre la eficacia narrativa del número cuarenta

Con motivo de mis 40 años de oficio, el año pasado anduve mirando la simbología de este número tan redondo. En este escrito voy a dejar algunas de mis pesquisas. Gracias al lenguaje, que es pura metáfora, sabemos que los números significan algo más que su sola función numérica, pues además de lo que se conoce como su aspecto cuantitativo —y que se desarrolla cuando se emplean, entre otras cosas, para numerar, expresar cantidades de todo tipo y hacer cuentas— los números también transmiten valores cualitativos en los que muestran su lado simbólico, más allá de la cantidad que equivalen. Este sentido figurado es el que nos hace decir “no acertó ni a la de tres” o “te lo he dicho más de cien veces”, solo por poner un par de ejemplos. Asimismo lo encontramos en las fórmulas de los cuentos, en las que se repiten episodios, número de personajes, pruebas y tantos otros aspectos de la narración oral. Pues bien, es este carácter poético, por decirlo de algún modo, presente en los relatos y en las conversaciones, el que me interesa resaltar.

En mi libro Contar con los cuentos (Ed. Palabras del candil, 2009), escribí que los números buscan y consiguen una reducción considerable del caos, pues expresan el sentido profundo de la fórmula rítmica que es un relato: El número 1 como génesis. El 2, en la idea de pareja, sugiere la complementación y la comunicación. El número 3 es una constante en muchos relatos: tres los hermanos, tres las pruebas, tres los intentos para conseguir lo que se desea. Como dijo Borges, somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima el número tres. En la mayoría de los cuentos donde aparece el número 3 encontramos el número 4 como salida creativa o cierre de la trama; este último número remarca la idea de lo completo, la perfección de la “trinidad”, la cuadratura del círculo. El número 7 es mágico y alquímico por excelencia y marca en muchas tradiciones los ciclos renovadores. Los números 40 (como extensión del 4) y 1001 son símbolos de lo incontable y tienen el valor genérico de muchos. Cuarenta son las cartas de la baraja, cuarenta eran los ladrones de Alí Babá, como cuarenta fueron los días que pasó Jonás en el vientre de la ballena y Jesús de ayuno en el desierto… Los ejemplos son muy numerosos. Así pues, el narrador oral gusta de los números y los respeta.

Sobre este punto de partida, y aprovechando mi onomástica, continué tirando un poquito más del hilo a propósito de esta cifra, que abunda en festividades de nuestra cultura judeocristiana y en plazos temporales tales como la tristemente célebre cuarentena referida a temas sanitarios y la cuaresma, una época anual del calendario religioso católico.

En el monumental Diccionario de los símbolos de Jean Chevalier y Alain Gheerbrant (Ed. Herder, 2012) se dice que “cuarenta es el número de la espera, de la preparación, de la prueba o del castigo. Los escritores bíblicos jalonan la historia de la salvación dotando a los principales acontecimientos con este número”. Más adelante aporta múltiples ejemplos, entre los que destaco solo unos pocos: el rey David gobierna durante cuarenta años, el diluvio dura cuarenta días, Jesús predica durante cuarenta meses y, ya resucitado, se aparece a los discípulos durante cuarenta jornadas antes de ascender. Por último, subrayo lo que dijo el psicoanalista y homeópata francés René Allendy: Este número marca la terminación de un ciclo. Sin embargo este ciclo debe ir a parar no a una simple repetición, sino a un cambio radical, a un paso a otro orden de acción y de la vida.

Hasta aquí llegaban mis averiguaciones sobre este número, cuando un buen día, a las puertas del salón de actos donde acababa de contar cuentos, me encontré con un pequeño puesto de libros a la venta —descartados de sus dueños, padres y madres de las criaturas que habían venido a escucharme— con el fin de conseguir fondos para la nueva biblioteca del colegio. No pude resistirme, comencé a mirarlos… y acabé tomando en adopción unos cuantos; entre ellos, la antología de Cuentos Populares Azerbaidjanos editada por Anaya en 1985 (¡el libro también celebraba sus 40 años!), en el que, aunque no lo sabía cuando me lo llevé a casa, iba a encontrar todo un mundo de referencias a mi número preferido en ese momento.

El libro, con preciosas ilustraciones de Vladímir Vaguin, despertó mi interés desde el principio, pues además de la selección de cuentos, consta de valiosas notas, un pequeño pero imprescindible vocabulario sobre los términos más comunes que se emplean en los cuentos y un apéndice en el que se describe brevemente el interesante panorama histórico de esta comunidad. Todos los contenidos, así como la traducción del ruso, están a cargo de Isabel Vicente.

Precisamente su último apartado, el Apéndice, fue lo primero que leí, porque necesitaba acercarme a ese lugar tan sonoro como desconocido y sobre el que no tenía apenas noticias. Vi en el mapa que Azerbaiyán (esta es su denominación actual en castellano según el diccionario de la RAE) se encuentra entre Irán y Rusia, un destino histórico marcado durante siglos por estos dos gigantes culturales tan distintos, y casi siempre enfrentados. Los cuentos recogidos en el libro son de la parte entonces considerada soviética, pero con una influencia importante del islam. Cuando se publicó este libro (1984) Azerbaiyán todavía formaba parte de la URSS; fue unos años después, en 1991, cuando el país alcanzó su independencia. Pues bien, esta edición de Anaya es una traducción directa e íntegra de la publicada por la Academia de Ciencias de la República Socialista Soviética de Azerbaiyán en 1956.

En el Índice vi con agrado que no solo se informa del título de cada cuento sino que además aparece el nombre del narrador-informante, su oficio y ciudad de residencia, así como el año y el nombre de la persona que lo había recogido. Gracias a ello supe, entre otras cosas, que de los 29 cuentos incluidos, el más antiguo había sido escuchado y transcrito en 1886 y el más reciente en 1947. Respecto a su temática, casi todos ellos son cuentos maravillosos dentro de la tradición árabe oriental, y se podría decir que algo parecidos a los de Las mil y una noches. Aunque con su propio aroma exquisito y particular, auténtico. Tanto es así que al principio me costó entrar en las historias porque eran muy novedosos los nombres de los personajes, reales y fantásticos, y los detalles de las costumbres que se narraban. Por ejemplo, me sorprendió que en las luchas o castigos se recurriera con bastante frecuencia a la decapitación y me parecía que los personajes no paraban de cortar cabezas sin que mediaran otras situaciones intermedias tales como puñetazos, cárcel o cosas por el estilo. Por el contrario, los enamoramientos a veces eran unos flechazos tan intensos que el protagonista llegaba incluso a desmayarse. En fin, otro mundo.

Pasado ese primer impacto, digamos cultural, de la lectura, cuando pude entrar en sus códigos y dejar a un lado mis prejuicios, empecé a disfrutar mucho de los cuentos. Tanto es así, que según acabé el último, comencé a leer de nuevo el primero, sin ninguna pausa intermedia. Esto debido a que cuando había conseguido sumergirme en ese ambiente que retrata tan singular, ya llevaba mediado el libro, de modo que necesité una relectura inmediata para poder disfrutar de todos los cuentos por igual, también los del principio.

Entonces, de pronto, tomé conciencia de la cantidad de veces que se nombraba en diferentes circunstancias el número cuarenta. Las referencias que más se repetían eran utilizar cuarenta días como plazo establecido por el tirano, o bien demandado por el héroe, para cumplir una misión peligrosa, así como era el tiempo que se tardaba en llegar a un destino muy lejano o lo que duraba la lucha sin descanso contra un adversario sobrenatural. También era una constante que todas las bodas de los protagonistas de alto rango fueran invariablemente de cuarenta días con sus cuarenta noches (la de los personajes secundarios solo duraban siete, así es la vida de los números subjetivos…).

Esta lectura fascinante me llevó a conocer a la yegua de los cuarenta potros, siempre cachorros, pues la leche de su madre da la eterna juventud, y al enorme ave Zumrud que transporta al héroe a un lugar tan lejano que para alimentarse en el viaje necesita llevar en su lomo 40 odres de agua y 40 bueyes desollados, uno para cada día del viaje. También supe de palacios tan lujosos e inmensos como aquel se encontraba en elcruce de cuarenta caminos, o el que tenía una escalinata con cuarenta peldaños de mármol por donde bajaba como una reina la hija del padischá para recibir a sus invitados, o ese otro de cuarenta aposentos con sus puertas correspondientes, en las que detrás de cada se encontraba un sirviente esperando a que alguien la abriera para entregarle cuarenta monedas de oro.

Conocí que esta cifra además otorgaba la medida de algo muy profundo, como el pozo de cuarenta metros, un camino directo para poder hablar con tus antepasados, si te tirabas por él; extenso, como el maravilloso jardín guardado por cuarenta dives de siete cabezas; e importante, como el mercader jefe de una caravana de cuarenta mercaderes o la hija del gobernante que tenía una corte de cuarenta muchachas, muy semejante al paraíso. Asimismo reflejaba la magnificencia de un hombre que como recibimiento al hermano tantos años ausente, manda preparar cuarenta calderos de comida para poder invitar a toda la ciudad; o lo imponente de las cuarenta cargas de leña necesarias para hacer un fuego que te transporte al otro mundo.

En honor a Alí Babá (que no aparece ni por asomo en ninguno de los cuentos) ahí estaban los cuarenta pícaros desplumando sin compasión al hijo que acaba de perder a su padre, llevándose incluso los muebles y alfombras de la casa; y el inocente patán, protegido por una banda de ladrones, acusado injustamente por haber robado cuarenta calcetines de lujo. Por no hablar del sorprendente padischá de los cuarenta calvos —todos ellos gentes muy pobres aquejados de tiña, de ahí la calvicie— que administraba justicia con sabiduría en los bajos fondos de la ciudad y que acaba salvando al héroe.

Para terminar el viaje alrededor de esta cifra solo falta contar la satisfacción que tuve al leer una de las historias con un parecido a nuestro “Barbazul”, titulada Cuento de las tres hermanas, en la que el protagonista malvado (y caníbal, además) es un derviche que entrega a las sucesivas esposas las llaves de las cuarenta habitaciones que tiene su palacio, pero con la prohibición expresa de no entrar en la última, la que hace el número cuarenta. Cuando la hermana menor la abre, en ella encuentra a sus dos hermanas mayores exánimes, colgando clavadas a la pared por las trenzas (¡qué imagen tan poderosa!). Juntas consiguen huir, pero el malvado derviche no se dará por vencido, aunque haya pasado mucho tiempo.

Y por último, para hacer honor a la expresión “cuarenta y la madre” del título, aquí dejo este breve fragmento de El cuento de Jatem, en el que la heroína narra su novelesca vida: A los diez días llegamos a este lugar donde se cruzan cuarenta caminos, y el derviche empezó a construir un palacio como si sacara de bajo tierra el dinero para las obras. Transcurrido algún tiempo, noté que iba a ser madre. A los cuarenta días me nació un hijo. Cuando el niño cumplió cuarenta días, el derviche me lo quitó para criarle él. Así vivíamos: él cuidando de la criatura y yo llorando mi pesar.
¿Acaso a estas alturas alguien duda de que ese intervalo de cuarenta días que median entre saberse embarazada y que naciera su hijo no sea un plazo mágico más que numérico?

Solo resta decir que mi ansia de saber sobre el número cuarenta, con la lectura de estos maravillosos cuentos, había quedado al fin completamente satisfecha.

EL COBERTIZO: Navegar es necesario

Navegar es necesario

Esta es una historia de relecturas. Comienza hace un tiempo, cuando volví a leer a Cristina Peri Rossi y me dio la sensación de que la conocía por primera vez. Fue en su antología titulada La barca del tiempo (Visor, 2021) donde descubrí como si fuera nuevo este bello poema titulado “Navegación”, que en realidad ya aparecía en Lingüística general, un libro que vive en casa desde los años ochenta:



Además de la temática amorosa que transmite en primera instancia, este poema trata sobre la relación y la distancia que existe entre la creación poética y la experiencia vital; así como de la imposibilidad que tiene la escritura para plasmar las cosas en sí, sino que ha de hacerlo sobre lo que queda después o detrás de la vivencia. Pues solo a la vuelta de lo vivido, con el alma “llena de carcasas y maderas”, se comienza a crear, a escribir, a contar.

El poema termina con una afirmación enigmática: Navegar es necesario, vivir no. Parecía una frase hecha, como un proverbio, que cargaba a mi juicio con un poderoso interrogante: ¿Acaso la creación está por encima de la propia vida? ¿O es la experiencia en sí la que vale más que las mil palabras posteriores?

Quiso mi camino de lectura, azaroso como siempre, que encontrara una respuesta a estas preguntas al leer sobre el poeta y traductor Ángel Crespo, quien en su libro La vida plural de Fernando Pessoa menciona estas palabras del poeta luso: « Navegadores antigos tinham uma frase gloriosa: «Navegar é preciso; viver não é preciso»». Y un poco más adelante afirma, a modo de pequeña explicación: Vivir no es necesario, lo que es necesario es crear. En efecto, parece que Fernando Pessoa siempre tuvo muy clara su elección.

La similitud con los versos de Peri Rossi parecía tan evidente que la curiosidad me llevó a consultar la frase en internet y al fin supe que era una máxima latina (escrita inicialmente en griego) que se usó como lema de la Liga Hanseática –también conocida como Hansa– y que en latín dice exactamente: Navigare necesse est, vivere non est necesse. Esta famosa liga, vigente durante más de quinientos años, fue una alianza comercial y marítima muy poderosa fundada en el s. xii entre ciudades de habla germánica, mucho antes de que se establecieran los países tal y como los conocemos en la actualidad. Por entonces, el comercio de larga distancia era por barco y estaba sometido a grandes riesgos –además de los propios de la navegación por los mares tormentosos del norte– tales como los ataques piratas y la disparidad de idiomas y costumbres de las numerosas ciudades-estado que poblaban sus costas. En esta máxima prevalecía el espíritu de entrega total a la causa de la liga, en este caso comercial, por encima de la propia vida.

La primera referencia conocida de la emblemática frase se encuentra en la obra de Plutarco (habitante del mundo en el siglo primero de nuestra era) titulada Vidas paralelas, quien en el capítulo dedicado al militar romano Pompeyo cuenta que estas fueron las palabras que dijo a sus marineros, remisos a zarpar rumbo a Roma por miedo al mal tiempo reinante, para instarlos a que desafiaran a la muerte y navegaran en plena tormenta. Una vehemente exhortación que dio sus frutos, pues todos los barcos llegaron a su destino sanos y salvos y con la carga que llevaban de grano intacta. La misión fue un éxito y como recompensa adicional, aunque con esto a buen seguro no contaba Plutarco ni mucho menos Pompeyo, la frase ha pervivido durante más de 2.000 años en la mente colectiva occidental.

El lema, como comentaba más arriba, se escribió originalmente en griego, pues Plutarco lo era, aunque nacido en colonia romana. Esto viene al caso porque la máxima vivió trasvases de significado de una a otra lengua, razón por la que laten en ella algunas ambigüedades de sentido.  Tanto se puede interpretar como el abandono de los intereses personales en pos de los colectivos, así como la supremacía de la expresión artística, o cualquier otro anhelo superior, sobre la propia existencia. En todos los casos parece que prevalece la renuncia a los deseos individuales.

A mitad de este viaje marino por tierras lectoras, ocurrió que una tarde dejé mi bolso olvidado en el banco de una estación de tren. Además de las incomodidades y sofocos que esto conlleva, también pasé el duelo por la pérdida del libro que llevaba dentro, un compendio de ensayos de Augusto Monterroso titulado Literatura y vida (Alfaguara, 2004). Lo compré de nuevo, y contenta como si lo acabara de ver por vez primera, lo volví a leer. Como había pasado un intervalo de tiempo entre las dos lecturas, en el que había averiguado cosas sobre la frase que nos ocupa, esta segunda vez la descubrí agazapada en uno de los textos. Para mi satisfacción todavía estaba allí (como el famoso dinosaurio), esperándome. La máxima se menciona en uno de los ensayos biográficos del autor, concretamente en el referido a la publicación de su primer libro, cuando Monterroso habla del grupo de escritores –todos de gran renombre, por cierto– con los que se reunía en México en sus duros tiempos de exilio: «Fui muy afortunado al contar con el trato diario de estos primeros interlocutores y lectores, para quienes, tal vez sea duro decirlo, la amistad era algo que se hallaba muy por debajo de la exigencia literaria. Estoy seguro de que el afecto amistoso dependía para ellos, sobre cualquier otra cosa, de que uno pudiera responder en todo momento a aquella exigencia. No formábamos ni un “grupo” ni una “generación”, pero nos gustaba repetir a cada instante, como una especie de lema común, la frase atribuida a un personaje romano, que aplicábamos con referencia a la literatura: porque vivir no es necesario; pero sí navegar».

Hasta aquí han llegado mis encuentros con esta máxima en la que Pompeyo se mostró un tanto exigente, ambicioso, pues urge al abandono total de metas particulares, y en la que sin duda la trascendencia colectiva que promueve es severa. Así lo entendió Pessoa, quien «No quería trabajar todos los días porque los quería solo para él, para su vida, que era su obra», según dijo Ofélia Queirós, una de sus enamoradas; así también lo entendieron los escritores amigos de Monterroso, todos ellos comprometidos a ultranza con su arte; y asimismo Peri Rossi, quien con su bella “Navegación” ha abierto este escrito. En el que ahora, al fin, intuyo que incluso el título de su antología está en consonancia con este profundo navegar: La barca del tiempo.

Aquí podríamos acabar, pero como sospecho que la frase, brutal en cierto modo (llegó a decirla Mussolini en alguno de sus discursos, ay), necesita relativizarse con un toque de humor, a modo de despedida transcribo la continuación de la cita de Monterroso: «Como es natural, la frecuentación de semejantes amigos dio como resultado que para mí el acto de escribir (para no hablar ya del de publicar) haya sido en aquellos años, que, por otra parte, eran de aprendizaje compartido, más una tortura que un goce. Me consuela pensar que a ellos les ocurría igual…».