
El mirlo
(Animales Orales, 1)
Quien ha escuchado los parloteos musicales del mirlo un día, ya los escuchará para siempre. Son bellos y variados, tanto que llegan a compararse con los del ruiseñor, y se pueden oír en todo lugar, por el campo y por los parques de pueblos y ciudades. Es un placer escucharlo, como nos cuenta Robert Louis Stevenson en su poema Corazón (De vuelta del mar. Penguin Clásicos, 2019):
Mi corazón se embebe cuando por primera vez
canta el mirlo: se embebe con su canto.
Un placer fresco inunda y atraviesa mi pecho
y hace que se distienda cada nervio.
Loco cantante del amanecer y atardecer, sobre todo en primavera y verano, incansable merodeador de jardines siempre, a este animal alado lo llevamos humanizando desde antiguo y haciéndolo símbolo de la voz y el discurso. El mirlo nos habla con su canto. Así lo dice Luis Cernuda en el poema titulado Jardín (Antología poética, Alianza Editorial, 1989):
Un mirlo dulcemente
canta, tal la voz misma
del jardín que te hablara.
Parece el sacerdote de alguna religión mistérica, un fraile con pico, huidizo, descarado, goloso. Y, sobre todo, cantor. Muy considerado por los celtas, su nombre se asimila con el mítico Merlín ¡nada menos! Gerardo Diego hace referencia a esta presunta y muy digna etimología en su precioso poema Estoy oyendo cantar a un mirlo (Versos escogidos. Editorial Gredos, 1970) del que solo transcribo, por ser bastante extenso, sus primeros y últimos versos:

Canta el mirlo perchado allá arriba en el cedro.
Canta el mirlo escondido en el paraíso terrenal.
Adán y Eva gozaron de este mismo mirlo
que me vierte gotas, perlas de siglo deshiladas en música sin nubes.
¿Se llamaba Mirlo, Merle, Merlín?
…
Estoy oyendo y estaré oyendo siempre
a este mirlo de esta tarde, de aquella aurora,
a este uno y mismo federico mirlo, Purísimo Chopin,
mirlo negro, rosa y verde de mi eternidad.
El mirlo resuena dando continuidad al discurso, a la vida; como si fuera un solo mirlo, una voz que discurre a lo largo de la historia y que canta, hace música de la existencia. Una música eterna. El mirlo de los músicos, los poetas y también los cuentistas, pues como escribe Manuel Rivas en su poema Catorce del uno (El pueblo de la noche y Mohicania revisitada, Suma de Letras, 2003) en sus melodías andan los cuentos:
Setos, aladas zarzas,
cortavientos,
verdes muros de nadie,
pentagrama de bayas,
hondos caminos ciegos
que ya no llevan gente,
contadle al mirlo cuentos
para que los siembre.
El mirlo los siembra, y llega Gloria Fuertes con su ligereza habitual, y en su poema Madrid (Poesía cada día. Ediciones de la Torre, 2009) expresa eso que ya estaba en el aire, que quien hace poesía es un mirlo blanco, una rareza, alguien que trabaja por un mundo un poco más transitable:
Mientras en Madrid quede un organillo.
Mientras en Madrid queden
tréboles de cuatro hojas,
mirlos blancos, gangas, glorias
—mientras en Madrid quede yo—
habrá ternura en las acacias,
habrá en el Manzanares olas,
risas en los niños
y un poeta en las chabolas.

Mientras haya voz, esta será también la del mirlo, de modo que hay que ponerlo a cantar sobre la línea, como hace Cecilia Pisos (Esto que brilla en el aire, FCE, 2017), y arriesgarse a que el poema quede pendiente de un hilo:
Para que el poema suene
en la rama de este verso
puse un buen mirlo a cantar.
Si este mirlo se cayera,
el poema va a callar.
Aunque también pudiera ocurrir que, según Eugenio de Andrade, haya sido el mirlo quien abandona el parque para anidar en un poema suyo. Así ocurre En Florencia con Fiama, donde el autor pincela el recuerdo de una conversación bellísima entre su amiga poeta y el pájaro del parque:
Era en Florencia, en un verano sin usura.
La ciudad, que veíamos desde San Miniato,
se deshacía en luz.
En los laberintos del Jardín Boboli,
tú y un mirlo rozando el césped
os cantabais el uno al otro.
No sé cuál de las voces era más pura,
si la del hilo de agua que subía
en el canto del mirlo o, más frágil
a ras del suelo, la tuya.

A estas alturas sospecho que no hace falta decir que soy una amante de este pájaro, que lo descubrí unido al amor y que nunca más ha dejado de acompañarme. Me alumbró hace años al final de una noche tremenda en un hotel alemán cercano al aeropuerto de Frankfurt, después de haber perdido el avión que me iba a llevar a casa debido a un retraso del vuelo en el que llegaba para hacer el trasbordo. La experiencia de esa noche —con un olor insufrible a tabaco pegado a las paredes de la habitación, sin pegar ojo por miedo a perder el siguiente vuelo— de pronto se vio inundada, momentos antes del amanecer, por el canto de un mirlo invisible pero cercano, que tuvo la virtud de hacerme sentir en casa ¡allí, en medio de aquella desolación, también cantaba el mirlo! porque mi casa de pronto se había convertido en el mundo entero. Nunca olvidaré su consuelo, el de aquel mirlo que en un instante gracias a su canto fue todos.
Asimismo imagino que tampoco queda ninguna duda respecto a que el amor a esta ilustre ave me ha llevado a atesorar una modesta colección de poemas. Algunos de los cuales ya se han quedado cantando por aquí. Este escrito está siendo un reto, pues me he obligado a no sobrepasar el tope de diez temas; así como un placer por tener la oportunidad volver a ellos y elegirlos. Traigo ahora a Bertolt Brecht (Poemas del lugar y la circunstancia. Pre-Textos, 2003) y la meditación que vivió al escuchar el canto del mirlo en el hospital, poco antes de morir:
Cuando en la blanca habitación del hospital de La Charité
desperté hacia el amanecer
y oí el mirlo, lo tuve
aún más claro. Ya hace mucho tiempo
que no temía a la muerte, pues nada
puede faltarme si yo
mismo falto. Ahora
también ha logrado alegrarme con todos
los mirlos que cantarán cuando yo no esté.
Por último no podía faltar Emily Dickinson poniendo una magnífica coda al poema de Brecht cuando en Dos mundos dejó escrito que ningún mirlo ahogará su algarabía para rendirle a algún Calvario honores. Qué satisfacción escucharla en este otro poema, cuando en su primera estrofa escribe lo que es La esperanza (El secreto de la oropéndola, Nórdica libros, 2024):

Esa cosa con plumas
que se posa en el alma,
que musita canciones sin palabras
y nunca, nunca deja de cantar.

Y para cerrar este magnífico cortejo de grandes nombres, aporto mi sencilla contribución con este tema que escribí para el poemario Todo es volar (Editorial LUPI, 2021) titulado, por supuesto, Mirlo. Que sirva como plegaria para que la alegría nos acompañe siempre:
¡Ay, mirlo!
A pesar de ese vestido
todo negro,
llevas en el canto
de tu anaranjado pico
todo el trino de colores
de las flores.
