
Andersen, cuentista poético
Hans Christian Andersen quiso ser cantante, bailarín, actor, pero su anhelo no prosperó. También aspiró a ser poeta, y lo fue, pero no con el renombre que hubiera deseado. En uno de sus últimos cuentos, Tía Dolor de Muelas, se confiesa a través de su personaje protagonista: En mí hay algo de poeta, pero no lo suficiente. Muchas personas tienen tanto de ello como yo mismo, pero no llevan un rótulo ni un collar con el nombre de poeta. Lo cierto es que la gran fama le llegó de la mano de sus cuentos, un destino insospechado incluso para él. Con unos textos que en su mayoría destilan poesía, pues para Andersen cuentos y poesía son retales de la misma pieza, o lobeznos de la misma camada, tal como dice la Reina del Pantano al cuentista que acude a ella en busca de inspiración, en su historia Los fuegos fatuos están en la ciudad.

Andersen reparte en los relatos su vena poética de muy diversos modos. En algunos de ellos –quizá los menos conocidos– nos encontramos con que la Poesía (con mayúsculas) es la indiscutible protagonista, como ocurre en El Ave Fénix, El sendero de espinas de la gloria, La musa del nuevo siglo, El pájaro cantor de las leyendas, El duende y la señora, Lo que se puede imaginar, por nombrar unos cuantos; así como también en El duende en la casa del tendero, un relato encantador, en el que un duende casero típico de la mitología nórdica no llega a decidirse entre ella, la Poesía, personificada en el pobre e inspirado estudiante que vive en la buhardilla, y las ricas natillas con un buen pedazo de mantequilla que le deja como ofrenda para Navidad el tendero del piso principal; un hombre prosaico, sí, pero que tiene una estufa calentita y es el dueño de todo el edificio. En fin, como la vida misma. El autor termina diciendo: ¡Qué humano era aquello! Nosotros nos quedamos también con el tendero –por las natillas.
En algunos otros relatos aparecen poemas populares, como es el caso de Las cigüeñas,en el que una cancioncilla infantil vertebra toda la historia, poniéndose en evidencia su letra cruel y cómo esas malas palabras de la canción despiertan deseos de venganza en las cuatro crías de cigüeña. El autor se desquita en el relato, pues esta ave le es especialmente querida –como también la golondrina– entre otras razones porque es muy viajera, como él mismo. La letrilla en cuestión, en traducción de Enrique Bernárdez (“Cuentos completos”, editorial Cátedra, 2012), dice así:
Cigüeña, cigüeña chillona
vete a tu casa, bobona.
Tu mujer está ya en casa
con cuatro pollos muy grandes,
al primero lo ahorcarán,
y al segundo pincharán,
han de quemar al tercero, 
al cuarto lo pondrán sobre el trasero.
Asimismo aparece la poesía tradicional en Una historia de las dunas, larga y bella narración sobre el destino de un bebé de origen aristocrático –único superviviente de un barco hundido español, arrojado a las ásperas condiciones de vida de las dunas del Norte– y en la que se van desgranando versos de la antigua balada danesa “El hijo del rey de Inglaterra”.

Entre todos sus cuentos, a modo de curiosidad, solo se encuentra uno enteramente en verso, Pregúntale a tía Almager. Una historia muy breve cuyos protagonistas son hortalizas y en la que, con tintes bastante cómicos, se relata el matrimonio de conveniencia entre un viejo nabo y una zanahoria; una unión que dura muy poco, circunstancia que alegra sobremanera a la joven viuda.
Sin embargo, además de todo lo comentado, me parece que donde se encuentra repartida la más pura poesía de Andersen es precisamente entre los párrafos de su prosa. Y es que en la mayoría de sus cuentos siempre late algún pasaje en el que las palabras vuelan un poco, o cantan. Para cerrar este escrito he jugado conmigo misma a elegir alguno de ellos entre toda su colección de cuentos y ponerlo por aquí. Me he impuesto el límite de tres, que es un número muy de cuento.

Aquí está el primero, es el comienzo de su famosa historia La sirenita, que he tomado del libro “La reina de las nieves y otros cuentos” (Alianza Editorial, 1989) en traducción de Alberto Adell:
Dentro, muy dentro del mar el agua es tan azul como los pétalos de la más hermosa flor azul de los trigales, y tan clara como el cristal más puro, pero es muy honda, tan honda que ningún áncora la alcanza, y harían falta muchas torres de iglesia, unas encima de otras, para llegar del fondo a la superficie. Allá abajo habitan las criaturas del mar.
También de este mismo libro transcribo el bellísimo principio de El viento cuenta la historia de Valdemar Daae y sus hijas. En esta historia, que tiene un aire de vieja balada, el narrador es el viento, que ulula y gime mientras la cuenta, porque es triste y habla de los errores y la soberbia de una familia aristocrática hasta su total decadencia y olvido:
Cuando el viento corre sobre la hierba, la riza como si fuese agua; si corre sobre el trigo, lo hace ondear como un mar, es la danza del viento; pero escúchale contar historias: las cuenta cantando, y suena diferente en los árboles del bosque que a través de las troneras, grietas y rendijas del muro. ¡Mira cómo el viento allá arriba persigue a las nubes, como si fuesen un rebaño de ovejas! ¡Escucha cómo el viento aquí abajo aúlla por el abierto portalón, como un guarda que tocase su cuerno! De forma extraña baja silbando por el tubo y entra en la chimenea, con lo que el fuego se agita y crepita, ilumina el último confín de la sala, resulta tan agradable el estar sentado caliente escuchándolo. ¡Dejemos que hable el viento! Sabe más cuentos e historias que nadie. Escucha lo que cuenta: –¡Uuuh, uuuh, uuuh! ¡Fuera, corre! –es el estribillo de la canción.
Para terminar, aquí dejo el último párrafo de La campana, que forma parte de “La sombra y otros cuentos”, también en traducción de Alberto Adell (Alianza Editorial, 1973). Un libro, por cierto, que me lleva acompañando desde 1984 –y lo sé porque en aquella época tan lejana firmaba los libros, ¡qué tiempos!–. Pues bien, la historia gira alrededor del sonido lejano de una campana que nunca nadie ha llegado a saber de dónde proviene, hasta que un grupo de niños y niñas deciden salir en su busca. Poco a poco, por diferentes razones, todos acaban abandonando la empresa menos dos de ellos, un príncipe y un chaval muy pobre, que siguiendo cada uno su propio camino, terminan encontrándola. Este es su apoteósico final:

Y agarrándose a los vástagos y raíces, trepó por las húmedas rocas en las que se retorcían las serpientes acuáticas, donde los sapos parecían croarle –pero llegó arriba antes de que el sol, visto desde aquella altura, se ocultase por completo. ¡Ah, qué maravilla! El mar, el inmenso, espléndido mar, derribaba sus largas olas sobre la costa, extendida ante él, y el sol era como un gran altar resplandeciente donde mar y cielo se unían, todo se fundía en incandescentes colores, el bosque cantaba y el mar cantaba y su corazón les acompañaba en su canto. La naturaleza entera era una catedral enorme y sagrada, de la que los árboles y las flotantes nubes eran las columnas, las flores y la hierba los ornamentos tejidos de terciopelo, el cielo mismo, la gran cúpula. Allá arriba palidecían los tonos rojos, porque el sol se extinguía, pero millones de estrellas se iluminaban, millones de lámparas de diamante brillaban allí y el príncipe extendió sus brazos al cielo, al mar y al bosque –y en aquel instante vino, por el sendero derecho, el pobre muchacho de las cortas mangas y los zuecos. Había llegado al mismo tiempo, por su camino, y corrieron a encontrarse y se cogieron de la mano en la gran catedral de la naturaleza y de la poesía, y sobre ellos resonó la invisible, sagrada campana, y las almas bienaventuradas flotaron danzando sobre ella en un aleluya de júbilo.
Aquí os dejo, en la gran catedral de la naturaleza y de la poesía de Hans Christian Andersen. Con mis mejores deseos de inspiración y silencio para vuestra vida.























