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EL COBERTIZO: Navegar es necesario

Navegar es necesario

Esta es una historia de relecturas. Comienza hace un tiempo, cuando volví a leer a Cristina Peri Rossi y me dio la sensación de que la conocía por primera vez. Fue en su antología titulada La barca del tiempo (Visor, 2021) donde descubrí como si fuera nuevo este bello poema titulado “Navegación”, que en realidad ya aparecía en Lingüística general, un libro que vive en casa desde los años ochenta:



Además de la temática amorosa que transmite en primera instancia, este poema trata sobre la relación y la distancia que existe entre la creación poética y la experiencia vital; así como de la imposibilidad que tiene la escritura para plasmar las cosas en sí, sino que ha de hacerlo sobre lo que queda después o detrás de la vivencia. Pues solo a la vuelta de lo vivido, con el alma “llena de carcasas y maderas”, se comienza a crear, a escribir, a contar.

El poema termina con una afirmación enigmática: Navegar es necesario, vivir no. Parecía una frase hecha, como un proverbio, que cargaba a mi juicio con un poderoso interrogante: ¿Acaso la creación está por encima de la propia vida? ¿O es la experiencia en sí la que vale más que las mil palabras posteriores?

Quiso mi camino de lectura, azaroso como siempre, que encontrara una respuesta a estas preguntas al leer sobre el poeta y traductor Ángel Crespo, quien en su libro La vida plural de Fernando Pessoa menciona estas palabras del poeta luso: « Navegadores antigos tinham uma frase gloriosa: «Navegar é preciso; viver não é preciso»». Y un poco más adelante afirma, a modo de pequeña explicación: Vivir no es necesario, lo que es necesario es crear. En efecto, parece que Fernando Pessoa siempre tuvo muy clara su elección.

La similitud con los versos de Peri Rossi parecía tan evidente que la curiosidad me llevó a consultar la frase en internet y al fin supe que era una máxima latina (escrita inicialmente en griego) que se usó como lema de la Liga Hanseática –también conocida como Hansa– y que en latín dice exactamente: Navigare necesse est, vivere non est necesse. Esta famosa liga, vigente durante más de quinientos años, fue una alianza comercial y marítima muy poderosa fundada en el s. xii entre ciudades de habla germánica, mucho antes de que se establecieran los países tal y como los conocemos en la actualidad. Por entonces, el comercio de larga distancia era por barco y estaba sometido a grandes riesgos –además de los propios de la navegación por los mares tormentosos del norte– tales como los ataques piratas y la disparidad de idiomas y costumbres de las numerosas ciudades-estado que poblaban sus costas. En esta máxima prevalecía el espíritu de entrega total a la causa de la liga, en este caso comercial, por encima de la propia vida.

La primera referencia conocida de la emblemática frase se encuentra en la obra de Plutarco (habitante del mundo en el siglo primero de nuestra era) titulada Vidas paralelas, quien en el capítulo dedicado al militar romano Pompeyo cuenta que estas fueron las palabras que dijo a sus marineros, remisos a zarpar rumbo a Roma por miedo al mal tiempo reinante, para instarlos a que desafiaran a la muerte y navegaran en plena tormenta. Una vehemente exhortación que dio sus frutos, pues todos los barcos llegaron a su destino sanos y salvos y con la carga que llevaban de grano intacta. La misión fue un éxito y como recompensa adicional, aunque con esto a buen seguro no contaba Plutarco ni mucho menos Pompeyo, la frase ha pervivido durante más de 2.000 años en la mente colectiva occidental.

El lema, como comentaba más arriba, se escribió originalmente en griego, pues Plutarco lo era, aunque nacido en colonia romana. Esto viene al caso porque la máxima vivió trasvases de significado de una a otra lengua, razón por la que laten en ella algunas ambigüedades de sentido.  Tanto se puede interpretar como el abandono de los intereses personales en pos de los colectivos, así como la supremacía de la expresión artística, o cualquier otro anhelo superior, sobre la propia existencia. En todos los casos parece que prevalece la renuncia a los deseos individuales.

A mitad de este viaje marino por tierras lectoras, ocurrió que una tarde dejé mi bolso olvidado en el banco de una estación de tren. Además de las incomodidades y sofocos que esto conlleva, también pasé el duelo por la pérdida del libro que llevaba dentro, un compendio de ensayos de Augusto Monterroso titulado Literatura y vida (Alfaguara, 2004). Lo compré de nuevo, y contenta como si lo acabara de ver por vez primera, lo volví a leer. Como había pasado un intervalo de tiempo entre las dos lecturas, en el que había averiguado cosas sobre la frase que nos ocupa, esta segunda vez la descubrí agazapada en uno de los textos. Para mi satisfacción todavía estaba allí (como el famoso dinosaurio), esperándome. La máxima se menciona en uno de los ensayos biográficos del autor, concretamente en el referido a la publicación de su primer libro, cuando Monterroso habla del grupo de escritores –todos de gran renombre, por cierto– con los que se reunía en México en sus duros tiempos de exilio: «Fui muy afortunado al contar con el trato diario de estos primeros interlocutores y lectores, para quienes, tal vez sea duro decirlo, la amistad era algo que se hallaba muy por debajo de la exigencia literaria. Estoy seguro de que el afecto amistoso dependía para ellos, sobre cualquier otra cosa, de que uno pudiera responder en todo momento a aquella exigencia. No formábamos ni un “grupo” ni una “generación”, pero nos gustaba repetir a cada instante, como una especie de lema común, la frase atribuida a un personaje romano, que aplicábamos con referencia a la literatura: porque vivir no es necesario; pero sí navegar».

Hasta aquí han llegado mis encuentros con esta máxima en la que Pompeyo se mostró un tanto exigente, ambicioso, pues urge al abandono total de metas particulares, y en la que sin duda la trascendencia colectiva que promueve es severa. Así lo entendió Pessoa, quien «No quería trabajar todos los días porque los quería solo para él, para su vida, que era su obra», según dijo Ofélia Queirós, una de sus enamoradas; así también lo entendieron los escritores amigos de Monterroso, todos ellos comprometidos a ultranza con su arte; y asimismo Peri Rossi, quien con su bella “Navegación” ha abierto este escrito. En el que ahora, al fin, intuyo que incluso el título de su antología está en consonancia con este profundo navegar: La barca del tiempo.

Aquí podríamos acabar, pero como sospecho que la frase, brutal en cierto modo (llegó a decirla Mussolini en alguno de sus discursos, ay), necesita relativizarse con un toque de humor, a modo de despedida transcribo la continuación de la cita de Monterroso: «Como es natural, la frecuentación de semejantes amigos dio como resultado que para mí el acto de escribir (para no hablar ya del de publicar) haya sido en aquellos años, que, por otra parte, eran de aprendizaje compartido, más una tortura que un goce. Me consuela pensar que a ellos les ocurría igual…».

EL COBERTIZO: El viaje necesario

El viaje necesario

Las historias son compañeras de viaje. Cuando forman parte del repertorio, nos siguen obedientes como si fueran las ovejas de un rebaño. Existe un flechazo inicial que hace que se elija para contar un cuento y no otro, tanto que se puede decir que quien narra es el primer destinatario de sus cuentos. A partir de ese momento, el relato se singulariza de tal modo que comienza a vivir dentro del cuentista y va soltando su substancia lentamente, a veces a lo largo de años.

No son muchos los cuentos que acompañan hasta ese límite, pero algunos llegan a nuestra vida para quedarse, y son ellos los que nos habitan y en verdad los que nos cuentan. Cada persona es un cúmulo de historias, sin duda, pero los cuentistas tenemos la suerte de que nos sabemos más. Dejarse habitar por las historias que gustan me parece uno de los grandes privilegios del oficio de contar.

Es posible que la primera vez que tomé conciencia de la compañía que hacen los cuentos fuera con uno de Las mil y una noches titulado “Caso prodigioso de videncia”, Noche 351, que conocí por primera vez en versión del orientalista alemán Gustav Weil con el título de “Historia de los dos que soñaron”, recogida en la memorable selección de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo bajo el título de Antología de la literatura fantástica de la editorial Edhasa. Este es el cuento completo:



Algún tiempo después me volví a encontrar con esta misma historia, pero esta vez en la versión de J. L. Borges incluida en su libro de relatos Historia universal de la infamia. Resulta fascinante observar las pequeñas modificaciones que cada uno de los autores adoptaron respecto al original. Resisto la tentación de extenderme sobre ello, y tan solo diré que el autor argentino copia en gran parte la versión de Weil, incluido el título, y también como él, cambia las ciudades del cuento: en Las mil y una noches el protagonista es de Bagdad y sueña que su tesoro está en El Cairo; y en la versión de Weil y Borges el hombre es de El Cairo y sueña su tesoro en Isfaján.

En realidad, lo de menos son las ciudades concretas por donde transita el relato, que en las distintas versiones vamos a ver que son unas cuantas. La historia es atemporal y puede ocurrir en cualquier parte. Cuando en los cuentos se plantea la necesidad de salir de viaje siempre es para mejorar en algún sentido —o dicho de otro modo, para paliar alguna carencia—, un motivo que se encuentra muy a menudo en los cuentos tradicionales. En muchas historias la marcha que inicia el o la protagonista implica un ir hacia adelante sin vuelta atrás, pues lo que buscaba se ha encontrado en otro lugar y un retorno al origen ya no tiene sentido. Sin embargo en este cuento de soñadores, por una cabriola exquisita de la trama, después de mucho caminar y padecer, al protagonista la fortuna le está esperando a la vuelta, en su propia casa. El viaje se revela necesario precisamente porque si la persona no hubiera salido no se habría enterado nunca de algo tan bueno y que tenía tan cerca. De modo que lo que se pone en valor en este viaje es el lugar inexplorado de la propia persona, su tesoro más íntimo.

Este cuento también habla de los sueños, de la importancia de mantener una actitud despierta para escuchar lo que llega de lo desconocido, de la credibilidad o no que se le pueden dar a este tipo de manifestaciones inconscientes. Es evidente que el protagonista de esta historia las valora y recibe su recompensa por ello, en contraposición con el antagonista, que sueña sin darle la mayor importancia y que al final se convierte en oráculo involuntario de la felicidad del otro. Me gusta mucho que en alguna de las versiones, mientras el guardia todavía sigue dando la matraca al viajero sobre lo iluso que ha sido haciendo caso de un simple sueño, este sale corriendo sin escuchar sus últimas palabras por el anhelo de llegar a su casa, el lugar del tesoro con el que ha soñado ese desconocido incrédulo.

Comencé a contar esta historia en el amanecer de uno de los primeros Maratones de Cuentos de Guadalajara (allá por 1993), cuando solo duraba veinticuatro horas. Adivinar las primeras luces del día entre los leones de piedra del Patio del Infantado, al compás del coro insistente de los pájaros, mientras las narraciones continuaban sin parar después de haber pasado toda la noche en vela al calor de sus palabras, debió de parecerme un verdadero tesoro, un sueño, porque fue en ese momento tan emocionante cuando lo compartí por primera vez de viva voz. Seguí contándolo muchos años —ah, las personas, qué grandes amantes somos de los rituales— en la cita anual con esos amaneceres de cuento tan especiales.

Ha pasado el tiempo y esta historia no ha dejado nunca de acompañarme, mientras una pequeña ventana permanecía abierta por la que han ido entrando, sin ir a buscarlo expresamente, nuevas versiones y referencias. Recoger este tipo de manifestaciones sobre los temas que me interesan constituye, he de confesarlo, uno de mis modestos gozos de cuentista.

Gracias a la lectura de la monumental e interesante Historia del cuento tradicional de Juan José Prat Ferrer de la editorial Palabras del Candil, supe que este cuento, conocido por los especialistas como “El tesoro en casa” (ATU 1645), ya se encuentra en una versión persa del s. XIII; y también que en el Liber facetiarum, recopilación de historias escrita en tiempos de Felipe II por Luis de Pinedo, el cuento que nos ocupa aparece con un toque de proximidad, pues “coloca la acción en Sevilla y el tesoro, una cabra de oro, en Mérida”, ¡más cerca no lo podíamos tener!

Prat Ferrer asimismo menciona una versión judía conocida como “El judío de Praga” en la que el personaje, siguiendo su sueño, va a Viena a encontrar un tesoro bajo el puente, pero cuando llega, el soldado que hace la guardia le da el alto y le cuenta que él ha soñado con otro, enterrado bajo el suelo de una despensa, en una casa de Praga. Y ya os podéis imaginar de quién era esa casa.

Jean-Claude Carrière, en su antología de cuentos filosóficos titulada  El círculo de los mentirosos, menciona igualmente el cuento como de origen judío, tal vez polaco nos dice, y presenta una versión titulada “El tesoro del rabino” en la que el protagonista, un viejo rabino de Cracovia, también sueña con encontrar su fortuna bajo un puente, esta vez de Praga. Pero allí el guardia le cuenta a su vez haber soñado con un tesoro junto a la estufa de una casa de Cracovia. El rabino deja al guardia con la palabra en la boca y corre camino de su casa, justo en el momento en el que Carrière detiene la acción y afronta el desenlace: “En cuanto a si encontró un tesoro junto a la estufa, o si buscó en vano, este punto se deja a criterio del lector. Depende del humor del momento, de lo que brillan las miradas de quienes escuchan y de los movimientos invisibles del aire”. El autor no nos da el gusto de un final redondo, pero a cambio se muestra sensible a la práctica de la oralidad, pues su comentario remite a un intercambio de viva voz en el que las palabras bailan en el aire y las miradas convergen sobre el cuentista.

Fue una sorpresa descubrir que la historia también había arraigado en la tradición inglesa. En La voz de los sueños y otros cuentos prodigiosos de la editorial Vicens Vives, una recreación literaria de cuentos tradicionales ingleses al cuidado de Hugh Lupton, es precisamente nuestro cuento de soñadores el que abre y da título al libro. En esta ocasión, un humilde vendedor callejero que vive en una pobre casucha con un hermoso manzano en la parte trasera, viaja al puente de Londres en busca de su tesoro soñado, el cual encontrará, gracias a la imprescindible e involuntaria ayuda del guardián del puente, al pie de su querido árbol.

A propósito de los puentes que aparecen en varias de las versiones, hago un pequeño receso para fijar la mirada en el hecho de que este es un cuento mágico. En efecto, su trama transita al límite de la realidad verosímil. Las manifestaciones mágicas suelen ocurrir en límites o márgenes tales como el amanecer, anochecer, medianoche, si nos referimos al tiempo. Respecto al paisaje, las escenas transcurren en las riberas de los ríos, orilla del mar, cuevas, lindes del bosque, arriba de una montaña. Y si lo pensamos en términos de construcciones humanas, en los tejados, sótanos, torres, puentes, umbrales de las puertas. Estos lugares y momentos, proclives todos a que se desarrollen en ellos acontecimientos especiales, se consideran zonas liminares (limen significa umbral) porque son más susceptibles de estar en comunicación con el Otro Mundo, sea este del tipo que sea. Asimismo la magia de estos umbrales aflora entre el sueño y la vigilia, entre imaginación y realidad. En nuestro relato la chispa salta durante el sueño, cerca de los puentes en algunas versiones y a las puertas de una mezquita en otras, incluida la original de Las mil y una noches. Así pues, aunque en la historia no aparezca ningún ser extraordinario, los acontecimientos que se desarrollan en ella sí que lo son.

Suelo sentir predilección por los cuentos breves, porque me atrae la sabiduría de su “menos es más”, razón por la que me resultó un poco insufrible que Paulo Coelho alargase tanto el argumento de este cuento como para convertirlo en una novela. Y aunque cuando curioseé el libro, allá por los años noventa, creo recordar que no encontré por ningún lado que se hiciera referencia a su historia originaria, parece que  quienes lo leyeron apreciaron de todos modos la belleza de su trama ancestral. Leo en internet que El alquimista, publicado en 1988, tuvo un gran éxito: hasta la fecha ha sido editado en más de 150 países y traducido a 88 lenguas. Parafraseando una canción de aquella época, los viejos temas nunca mueren, por fortuna. Y a veces viajan de maneras un tanto insospechadas, por cierto.

Me despido con dos últimas reseñas. La primera se encuentra en el libro La tradición oculta del alma de la editorial Atalanta, y es un comentario a propósito de la simbología de los cuentos de hadas, en el que su autor Patrick Harpur aprovecha como imagen un cuento que podría ser La Bella Durmiente del Bosque u otro similar, para ilustrar el encuentro que se libra entre el interior de una persona y su bien más preciado, llámese la belleza, un atributo que para conseguirlo, parece que resulta obligado salir de viaje y enfrentarse a múltiples dificultades: “El sí-mismo es aquello que el espíritu se pasa la vida buscando heroicamente por tierra o mar, recorriendo el planeta, sufriendo penalidades y dando muerte a dragones, hasta llegar al castillo perdido en la maleza. Se abre camino por la fuerza, trepa a lo alto de la torre más alta y allí dormido está el amor de su vida, la Belleza. La besa. El despertar de ésta es símbolo del estado durmiente del alma hasta que despierta y es hecha real por el espíritu. Lo que ya no resulta tan obvio en nuestra época heroica es que el beso también despierte al espíritu. Éste mira a su alrededor, frotándose los ojos, y ve que el castillo es de hecho el suyo, el lugar desde donde partió. La Belleza siempre estuvo dormida allí, pero él no se había dado cuenta, tan ansioso estaba por partir y encontrarla en otro lugar.”

Por último, mientras el amado cuento y sus sueños permanecen en el aire, dejo que sean los versos de T. S. Eliot de su obra Cuatro cuartetos los que concluyan con belleza lo que se ha venido tejiendo con palabras. Todas ellas puestas alrededor de este viaje que he dado en llamar necesario. Como la vida.