Ilustración: Maite Marina, para el Día de la Poesía 2025
Cuento y poesía, dos pedazos de la misma tela
Poesía, un pájaro con las alas abiertas volando sobre ti en mitad de la lluvia.
Este poema lo escribí para colocar en una esquinita del reverso de la postal que se repartió este 21 de marzo por Guadalajara como conmemoración del Día de la Poesía 2025. La espléndida ilustración para postal y cartel de este año ha sido obra de la artista Maite Marina.
El día estuvo plagado de manifestaciones poéticas realizadas por numerosos colectivos de la ciudad y organizado por el Seminario de Literatura Infantil y Juvenil. Fue un honor que me invitaran a ser la pregonera de este año. Para la intervención, además del propio Pregón, quise compartir un retazo de lo que significa la poesía para mi vida y mi trabajo de cuentista. Este escrito es una breve pincelada de lo que conté. Hasta donde me llega el recuerdo, siempre he incorporado en mis espectáculos de narración, tanto para adultos como para criaturas, algún tema poético; no ha sido una decisión pensada, sino algo muy sentido. Tengo la fortuna de que gracias a mi actividad comunicadora, la poesía vive a través mío en sus tres aspectos: como lectora, escritora y narradora oral. Y tenerla tan presente me ha regalado muchas cosas, la más importante, el aprecio hacia la memoria como la base imprescindible de cultura, pues ha sido el precioso vehículo a través del cual se han transmitido saberes, aventuras y sentires desde que el mundo es mundo. El propio significado de la palabra recordar ya nos lo anuncia: volver a pasar por el corazón.
Como ejemplo muy antiguo de la necesidad ineludible del pasaje de boca a oreja a través de generaciones para que el discurso sobreviva, traigo aquí un poema sumerio recogido en el libro El mito de la diosa de Anne Baring y Jules Cashford, Ediciones Siruela. La civilización sumeria fue anterior a la babilónica y a la asiria, y floreció en el cuarto y tercer milenio a. C. en el área en torno a Basora, en la frontera entre los actuales Irán e Irak. Pues bien, a pesar del tiempo transcurrido, por fortuna han llegado hasta nuestros días unas 30.000 líneas de su escritura, y la mayor parte están en forma poética. Entre sus composiciones, se encuentran alrededor de 29 relatos épicos, 200 himnos, así como varias colecciones de proverbios. Este texto en cuestión se pone en boca de la diosa Inanna dirigiéndose a su hijo-amante Dumuzi:
Lo que yo te diga que el cantor en canto lo teja. Lo que yo te diga que fluya de oreja a boca, que pase de viejos a jóvenes.
Cuando escribí la presentación a modo de prólogo para el I Catálogo de la Narración Oral en España, publicado en 1996 por el Seminario de Literatura Infantil y Juvenil de Guadalajara (el primer Maratón de los Cuentos se había celebrado en 1992 con gran vocación cosmopolita), al final del texto añadí este poema con una nota al pie —a todas luces para esconderme como autora— que decía: “Inscripción hallada en el tumba de un hakavati en Bagdad”:
Sabed de la luz que lleváis para que no se os apague. Sabed de las miradas que bailan y alegran cualquier tarde de luto. Sabed de las palabras que se esconden y cantan como ninfas de la noche. Sabed de vuestras manos, hojas del árbol de la vida que se mueven al viento y que fluyen del mar más profundo.
Todo esto sabed y así seguid contando: mil y una vez andaos los caminos, mil y una vez flotad en las miradas, mil y una vez escuchad los latidos de vuestro corazón.
Respetad a la mujer y al hombre que lleváis dentro y ayudad a que todos hagan de su vida ese cuento que eternamente sueñan.
Que vuestras voces no enmudezcan.
Esta honda conexión entre la poesía y la narración oral tal vez sea un acicate como profundización de mi propio trabajo, quizá sea por pura pasión. Si bien es cierto que no faltan autoridades que den la razón a este sentir, como esta copla de Antonio Machado, tan sabia:
Canto y cuento es la poesía. Se canta una viva historia, contando su melodía.
Asimismo como ejemplo de la asimilación existente entre estas dos disciplinas, he aquí un breve fragmento de Hans Christian Andersen. Se encuentra en el cuento “Los fuegos fatuos han llegado a la ciudad, dijo la Reina del Pantano”, dentro del libro Es la pura verdad publicado por la editorial Labor; una historia en la que un escritor de cuentos que, tras las calamidades de un país devastado por la guerra, ha perdido la inspiración, sale una noche en su busca y se encuentra con la extraordinaria Reina del Pantano, que se lo ofrece a manos llenas: Cuento y poesía, dos pedazos de la misma pieza, pueden echarse donde les apetezca. Toda su obra y toda su charla puede recocerse y sale mejor y más barata. Yo te la daré gratis. Tengo un armario lleno de poesía embotellada. Es la esencia, lo mejor de ella: hierbas, dulces y amargas. Guardo en botellas toda la poesía que utilizan los humanos, para poner unas gotas en el pañuelo los domingos y aspirarla. Más de la que puedas necesitar.
Y para terminar este retazo de lo que aconteció aquella tarde tan especial, aquí va el Pregón del Día de la Poesía 2025 que escribí para la ocasión:
Esto es una declaración de amor: mi patria es la literatura, las palabras que se fijan en las pequeñas cosas y se ligan entre ellas buscando la belleza.
Palabras que ayudan a reconocerse o evadirse, a descubrir sentidos, sentimientos y saberes. Las palabras medidas y las dichas de viva voz.
Mi patria es la poesía, mi compañera, gracias a ella vivo cada día el sosiego de la lectura, la posibilidad de transcribir mis latidos en el papel, el placer de poder comunicarlos.
La poesía es un regalo. Una chispa en mitad del silencio, pura llamarada de fuego inextinguible. Allá a donde vayamos, allí está: detrás de cada puerta cerrada, al final de un camino misterioso. En el centro de la diana: en el puro corazón de las cosas.
La poesía nació con el mundo: vive dentro de lo que acontece y de cualquier estado del ser. La poesía es memoria y canción, pues cantar es lo que hace la lluvia y el viento en las hojas.
La poesía dice: no pasarán los momentos sin dejar huella, sean bellos o locos. Divertidos o insoportables. La poesía alegra una mañana de niebla, vela una noche de insomnio, procura el reposo tras una batalla perdida. La poesía es imaginación, belleza y verdad.
Oh, Poesía, señora de las palabras aladas, los vestidos de flores, el silencio de la nieve, las huellas de los pájaros. No estás sola, me gritas al oído, mientras cantas con el crepitar del fuego y con los chillidos y la determinación de las grullas. Cuando nos hablas, creemos que son nuestras las palabras, pero eres tú, como el aire, la que nos habita.
Oh, Poesía, luz del mundo, señora de la proclamación de todas las primaveras. Diosa del amor a lo visible y lo invisible, vela por nosotras y por nuestro sueño de un tiempo más claro, sencillo y feliz.
Amada Poesía, mi matria de palabras. Gracias.
Coda: El arte es una de las puertas, un consuelo, algo de luz y sentido. El arte es conexión. Amor, al fin y al cabo. Amor de principio a fin.
Ilustración: Maco Díaz, sobre una fotografía de Andoni Jurado
Cuarenta y la madre
Apuntes sobre la eficacia narrativa del número cuarenta
Con motivo de mis 40 años de oficio, el año pasado anduve mirando la simbología de este número tan redondo. En este escrito voy a dejar algunas de mis pesquisas. Gracias al lenguaje, que es pura metáfora, sabemos que los números significan algo más que su sola función numérica, pues además de lo que se conoce como su aspecto cuantitativo —y que se desarrolla cuando se emplean, entre otras cosas, para numerar, expresar cantidades de todo tipo y hacer cuentas— los números también transmiten valores cualitativos en los que muestran su lado simbólico, más allá de la cantidad que equivalen. Este sentido figurado es el que nos hace decir “no acertó ni a la de tres” o “te lo he dicho más de cien veces”, solo por poner un par de ejemplos. Asimismo lo encontramos en las fórmulas de los cuentos, en las que se repiten episodios, número de personajes, pruebas y tantos otros aspectos de la narración oral. Pues bien, es este carácter poético, por decirlo de algún modo, presente en los relatos y en las conversaciones, el que me interesa resaltar.
En mi libro Contar con los cuentos (Ed. Palabras del candil, 2009), escribí que los números buscan y consiguen una reducción considerable del caos, pues expresan el sentido profundo de la fórmula rítmica que es un relato: El número 1 como génesis. El 2, en la idea de pareja, sugiere la complementación y la comunicación. El número 3 es una constante en muchos relatos: tres los hermanos, tres las pruebas, tres los intentos para conseguir lo que se desea. Como dijo Borges, somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima el número tres. En la mayoría de los cuentos donde aparece el número 3 encontramos el número 4 como salida creativa o cierre de la trama; este último número remarca la idea de lo completo, la perfección de la “trinidad”, la cuadratura del círculo. El número 7 es mágico y alquímico por excelencia y marca en muchas tradiciones los ciclos renovadores. Los números 40 (como extensión del 4) y 1001 son símbolos de lo incontable y tienen el valor genérico de muchos. Cuarenta son las cartas de la baraja, cuarenta eran los ladrones de Alí Babá, como cuarenta fueron los días que pasó Jonás en el vientre de la ballena y Jesús de ayuno en el desierto… Los ejemplos son muy numerosos. Así pues, el narrador oral gusta de los números y los respeta.
Sobre este punto de partida, y aprovechando mi onomástica, continué tirando un poquito más del hilo a propósito de esta cifra, que abunda en festividades de nuestra cultura judeocristiana y en plazos temporales tales como la tristemente célebre cuarentena referida a temas sanitarios y la cuaresma, una época anual del calendario religioso católico.
En el monumental Diccionario de los símbolos de Jean Chevalier y Alain Gheerbrant (Ed. Herder, 2012) se dice que “cuarenta es el número de la espera, de la preparación, de la prueba o del castigo. Los escritores bíblicos jalonan la historia de la salvación dotando a los principales acontecimientos con este número”. Más adelante aporta múltiples ejemplos, entre los que destaco solo unos pocos: el rey David gobierna durante cuarenta años, el diluvio dura cuarenta días, Jesús predica durante cuarenta meses y, ya resucitado, se aparece a los discípulos durante cuarenta jornadas antes de ascender. Por último, subrayo lo que dijo el psicoanalista y homeópata francés René Allendy: Este número marca la terminación de un ciclo. Sin embargo este ciclo debe ir a parar no a una simple repetición, sino a un cambio radical, a un paso a otro orden de acción y de la vida.
Hasta aquí llegaban mis averiguaciones sobre este número, cuando un buen día, a las puertas del salón de actos donde acababa de contar cuentos, me encontré con un pequeño puesto de libros a la venta —descartados de sus dueños, padres y madres de las criaturas que habían venido a escucharme— con el fin de conseguir fondos para la nueva biblioteca del colegio. No pude resistirme, comencé a mirarlos… y acabé tomando en adopción unos cuantos; entre ellos, la antología de Cuentos Populares Azerbaidjanos editada por Anaya en 1985 (¡el libro también celebraba sus 40 años!), en el que, aunque no lo sabía cuando me lo llevé a casa, iba a encontrar todo un mundo de referencias a mi número preferido en ese momento.
El libro, con preciosas ilustraciones de Vladímir Vaguin, despertó mi interés desde el principio, pues además de la selección de cuentos, consta de valiosas notas, un pequeño pero imprescindible vocabulario sobre los términos más comunes que se emplean en los cuentos y un apéndice en el que se describe brevemente el interesante panorama histórico de esta comunidad. Todos los contenidos, así como la traducción del ruso, están a cargo de Isabel Vicente.
Precisamente su último apartado, el Apéndice, fue lo primero que leí, porque necesitaba acercarme a ese lugar tan sonoro como desconocido y sobre el que no tenía apenas noticias. Vi en el mapa que Azerbaiyán (esta es su denominación actual en castellano según el diccionario de la RAE) se encuentra entre Irán y Rusia, un destino histórico marcado durante siglos por estos dos gigantes culturales tan distintos, y casi siempre enfrentados. Los cuentos recogidos en el libro son de la parte entonces considerada soviética, pero con una influencia importante del islam. Cuando se publicó este libro (1984) Azerbaiyán todavía formaba parte de la URSS; fue unos años después, en 1991, cuando el país alcanzó su independencia. Pues bien, esta edición de Anaya es una traducción directa e íntegra de la publicada por la Academia de Ciencias de la República Socialista Soviética de Azerbaiyán en 1956.
En el Índice vi con agrado que no solo se informa del título de cada cuento sino que además aparece el nombre del narrador-informante, su oficio y ciudad de residencia, así como el año y el nombre de la persona que lo había recogido. Gracias a ello supe, entre otras cosas, que de los 29 cuentos incluidos, el más antiguo había sido escuchado y transcrito en 1886 y el más reciente en 1947. Respecto a su temática, casi todos ellos son cuentos maravillosos dentro de la tradición árabe oriental, y se podría decir que algo parecidos a los de Las mil y una noches. Aunque con su propio aroma exquisito y particular, auténtico. Tanto es así que al principio me costó entrar en las historias porque eran muy novedosos los nombres de los personajes, reales y fantásticos, y los detalles de las costumbres que se narraban. Por ejemplo, me sorprendió que en las luchas o castigos se recurriera con bastante frecuencia a la decapitación y me parecía que los personajes no paraban de cortar cabezas sin que mediaran otras situaciones intermedias tales como puñetazos, cárcel o cosas por el estilo. Por el contrario, los enamoramientos a veces eran unos flechazos tan intensos que el protagonista llegaba incluso a desmayarse. En fin, otro mundo.
Pasado ese primer impacto, digamos cultural, de la lectura, cuando pude entrar en sus códigos y dejar a un lado mis prejuicios, empecé a disfrutar mucho de los cuentos. Tanto es así, que según acabé el último, comencé a leer de nuevo el primero, sin ninguna pausa intermedia. Esto debido a que cuando había conseguido sumergirme en ese ambiente que retrata tan singular, ya llevaba mediado el libro, de modo que necesité una relectura inmediata para poder disfrutar de todos los cuentos por igual, también los del principio.
Entonces, de pronto, tomé conciencia de la cantidad de veces que se nombraba en diferentes circunstancias el número cuarenta. Las referencias que más se repetían eran utilizar cuarenta días como plazo establecido por el tirano, o bien demandado por el héroe, para cumplir una misión peligrosa, así como era el tiempo que se tardaba en llegar a un destino muy lejano o lo que duraba la lucha sin descanso contra un adversario sobrenatural. También era una constante que todas las bodas de los protagonistas de alto rango fueran invariablemente de cuarenta días con sus cuarenta noches (la de los personajes secundarios solo duraban siete, así es la vida de los números subjetivos…).
Ilustración de Vladímir Vaguin
Esta lectura fascinante me llevó a conocer a la yegua de los cuarenta potros, siempre cachorros, pues la leche de su madre da la eterna juventud, y al enorme ave Zumrud que transporta al héroe a un lugar tan lejano que para alimentarse en el viaje necesita llevar en su lomo 40 odres de agua y 40 bueyes desollados, uno para cada día del viaje. También supe de palacios tan lujosos e inmensos como aquel se encontraba en elcruce de cuarenta caminos, o el que tenía una escalinata con cuarenta peldaños de mármol por donde bajaba como una reina la hija del padischá para recibir a sus invitados, o ese otro de cuarenta aposentos con sus puertas correspondientes, en las que detrás de cada se encontraba un sirviente esperando a que alguien la abriera para entregarle cuarenta monedas de oro.
Conocí que esta cifra además otorgaba la medida de algo muy profundo, como el pozo de cuarenta metros, un camino directo para poder hablar con tus antepasados, si te tirabas por él; extenso, como el maravilloso jardín guardado por cuarenta dives de siete cabezas; e importante, como el mercader jefe de una caravana de cuarenta mercaderes o la hija del gobernante que tenía una corte de cuarenta muchachas, muy semejante al paraíso. Asimismo reflejaba la magnificencia de un hombre que como recibimiento al hermano tantos años ausente, manda preparar cuarenta calderos de comida para poder invitar a toda la ciudad; o lo imponente de las cuarenta cargas de leña necesarias para hacer un fuego que te transporte al otro mundo.
En honor a Alí Babá (que no aparece ni por asomo en ninguno de los cuentos) ahí estaban los cuarenta pícaros desplumando sin compasión al hijo que acaba de perder a su padre, llevándose incluso los muebles y alfombras de la casa; y el inocente patán, protegido por una banda de ladrones, acusado injustamente por haber robado cuarenta calcetines de lujo. Por no hablar del sorprendente padischá de loscuarenta calvos —todos ellos gentes muy pobres aquejados de tiña, de ahí la calvicie— que administraba justicia con sabiduría en los bajos fondos de la ciudad y que acaba salvando al héroe.
Para terminar el viaje alrededor de esta cifra solo falta contar la satisfacción que tuve al leer una de las historias con un parecido a nuestro “Barbazul”, titulada Cuento de las tres hermanas, en la que el protagonista malvado (y caníbal, además) es un derviche que entrega a las sucesivas esposas las llaves de las cuarenta habitaciones que tiene su palacio, pero con la prohibición expresa de no entrar en la última, la que hace el número cuarenta. Cuando la hermana menor la abre, en ella encuentra a sus dos hermanas mayores exánimes, colgando clavadas a la pared por las trenzas (¡qué imagen tan poderosa!). Juntas consiguen huir, pero el malvado derviche no se dará por vencido, aunque haya pasado mucho tiempo.
Y por último, para hacer honor a la expresión “cuarenta y la madre” del título, aquí dejo este breve fragmento de El cuento de Jatem, en el que la heroína narra su novelesca vida: A los diez días llegamos a este lugar donde se cruzan cuarenta caminos, y el derviche empezó a construir un palacio como si sacara de bajo tierra el dinero para las obras. Transcurrido algún tiempo, noté que iba a ser madre. A los cuarenta días me nació un hijo. Cuando el niño cumplió cuarenta días, el derviche me lo quitó para criarle él. Así vivíamos: él cuidando de la criatura y yo llorando mi pesar. ¿Acaso a estas alturas alguien duda de que ese intervalo de cuarenta días que median entre saberse embarazada y que naciera su hijo no sea un plazo mágico más que numérico?
Solo resta decir que mi ansia de saber sobre el número cuarenta, con la lectura de estos maravillosos cuentos, había quedado al fin completamente satisfecha.
Esta es una historia de relecturas. Comienza hace un tiempo, cuando volví a leer a Cristina Peri Rossi y me dio la sensación de que la conocía por primera vez. Fue en su antología titulada La barca del tiempo (Visor, 2021) donde descubrí como si fuera nuevo este bello poema titulado “Navegación”, que en realidad ya aparecía en Lingüística general, un libro que vive en casa desde los años ochenta:
NAVEGACIÓN
Cristina Peri Rossi
Como después de las grandes tormentas un mar que es solo una parte del mar rumoroso retrocede y busca en las islas de tierras blancas y en las huidizas colonias de cetáceos los lechos abandonados en la fuga, en la estación de los sueños yo abandono el lecho de tus manos para volver, llena de carcasas y maderas, de piedras // de metales y del olor antiguo de otras ciudades.
Navegar es necesario, vivir no.
Además de la temática amorosa que transmite en primera instancia, este poema trata sobre la relación y la distancia que existe entre la creación poética y la experiencia vital; así como de la imposibilidad que tiene la escritura para plasmar las cosas en sí, sino que ha de hacerlo sobre lo que queda después o detrás de la vivencia. Pues solo a la vuelta de lo vivido, con el alma “llena de carcasas y maderas”, se comienza a crear, a escribir, a contar.
El poema termina con una afirmación enigmática: Navegar es necesario, vivir no. Parecía una frase hecha, como un proverbio, que cargaba a mi juicio con un poderoso interrogante: ¿Acaso la creación está por encima de la propia vida? ¿O es la experiencia en sí la que vale más que las mil palabras posteriores?
Quiso mi camino de lectura, azaroso como siempre, que encontrara una respuesta a estas preguntas al leer sobre el poeta y traductor Ángel Crespo, quien en su libro La vida plural de Fernando Pessoa menciona estas palabras del poeta luso: « Navegadores antigos tinham uma frase gloriosa: «Navegar é preciso; viver não é preciso»». Y un poco más adelante afirma, a modo de pequeña explicación: Vivir no es necesario, lo que es necesario es crear. En efecto, parece que Fernando Pessoa siempre tuvo muy clara su elección.
La similitud con los versos de Peri Rossi parecía tan evidente que la curiosidad me llevó a consultar la frase en internet y al fin supe que era una máxima latina (escrita inicialmente en griego) que se usó como lema de la Liga Hanseática –también conocida como Hansa– y que en latín dice exactamente: Navigare necesse est, vivere non est necesse. Esta famosa liga, vigente durante más de quinientos años, fue una alianza comercial y marítima muy poderosa fundada en el s. xii entre ciudades de habla germánica, mucho antes de que se establecieran los países tal y como los conocemos en la actualidad. Por entonces, el comercio de larga distancia era por barco y estaba sometido a grandes riesgos –además de los propios de la navegación por los mares tormentosos del norte– tales como los ataques piratas y la disparidad de idiomas y costumbres de las numerosas ciudades-estado que poblaban sus costas. En esta máxima prevalecía el espíritu de entrega total a la causa de la liga, en este caso comercial, por encima de la propia vida.
La primera referencia conocida de la emblemática frase se encuentra en la obra de Plutarco (habitante del mundo en el siglo primero de nuestra era) titulada Vidas paralelas, quien en el capítulo dedicado al militar romano Pompeyo cuenta que estas fueron las palabras que dijo a sus marineros, remisos a zarpar rumbo a Roma por miedo al mal tiempo reinante, para instarlos a que desafiaran a la muerte y navegaran en plena tormenta. Una vehemente exhortación que dio sus frutos, pues todos los barcos llegaron a su destino sanos y salvos y con la carga que llevaban de grano intacta. La misión fue un éxito y como recompensa adicional, aunque con esto a buen seguro no contaba Plutarco ni mucho menos Pompeyo, la frase ha pervivido durante más de 2.000 años en la mente colectiva occidental.
El lema, como comentaba más arriba, se escribió originalmente en griego, pues Plutarco lo era, aunque nacido en colonia romana. Esto viene al caso porque la máxima vivió trasvases de significado de una a otra lengua, razón por la que laten en ella algunas ambigüedades de sentido. Tanto se puede interpretar como el abandono de los intereses personales en pos de los colectivos, así como la supremacía de la expresión artística, o cualquier otro anhelo superior, sobre la propia existencia. En todos los casos parece que prevalece la renuncia a los deseos individuales.
A mitad de este viaje marino por tierras lectoras, ocurrió que una tarde dejé mi bolso olvidado en el banco de una estación de tren. Además de las incomodidades y sofocos que esto conlleva, también pasé el duelo por la pérdida del libro que llevaba dentro, un compendio de ensayos de Augusto Monterroso titulado Literatura y vida (Alfaguara, 2004). Lo compré de nuevo, y contenta como si lo acabara de ver por vez primera, lo volví a leer. Como había pasado un intervalo de tiempo entre las dos lecturas, en el que había averiguado cosas sobre la frase que nos ocupa, esta segunda vez la descubrí agazapada en uno de los textos. Para mi satisfacción todavía estaba allí (como el famoso dinosaurio), esperándome. La máxima se menciona en uno de los ensayos biográficos del autor, concretamente en el referido a la publicación de su primer libro, cuando Monterroso habla del grupo de escritores –todos de gran renombre, por cierto– con los que se reunía en México en sus duros tiempos de exilio: «Fui muy afortunado al contar con el trato diario de estos primeros interlocutores y lectores, para quienes, tal vez sea duro decirlo, la amistad era algo que se hallaba muy por debajo de la exigencia literaria. Estoy seguro de que el afecto amistoso dependía para ellos, sobre cualquier otra cosa, de que uno pudiera responder en todo momento a aquella exigencia. No formábamos ni un “grupo” ni una “generación”, pero nos gustaba repetir a cada instante, como una especie de lema común, la frase atribuida a un personaje romano, que aplicábamos con referencia a la literatura: porque vivir no es necesario; pero sí navegar».
Hasta aquí han llegado mis encuentros con esta máxima en la que Pompeyo se mostró un tanto exigente, ambicioso, pues urge al abandono total de metas particulares, y en la que sin duda la trascendencia colectiva que promueve es severa. Así lo entendió Pessoa, quien «No quería trabajar todos los días porque los quería solo para él, para su vida, que era su obra», según dijo Ofélia Queirós, una de sus enamoradas; así también lo entendieron los escritores amigos de Monterroso, todos ellos comprometidos a ultranza con su arte; y asimismo Peri Rossi, quien con su bella “Navegación” ha abierto este escrito. En el que ahora, al fin, intuyo que incluso el título de su antología está en consonancia con este profundo navegar: La barca del tiempo.
Aquí podríamos acabar, pero como sospecho que la frase, brutal en cierto modo (llegó a decirla Mussolini en alguno de sus discursos, ay), necesita relativizarse con un toque de humor, a modo de despedida transcribo la continuación de la cita de Monterroso: «Como es natural, la frecuentación de semejantes amigos dio como resultado que para mí el acto de escribir (para no hablar ya del de publicar) haya sido en aquellos años, que, por otra parte, eran de aprendizaje compartido, más una tortura que un goce. Me consuela pensar que a ellos les ocurría igual…».
* Comienzo este caminito de palabras que he dado en llamar EL COBERTIZO con este escrito dedicado a las amigas y amigos de la asociación de Narración Oral AEDA que tuvieron a bien felicitarme el año pasado por mis 40 años de oficio cuentista. Una onomástica que una parte de mí quería mantener en secreto y la otra… no paró de contarlo durante todo el año. En fin, el acontecimiento fue demasiado emocionante como para mantener la boca cerrada, sobre todo para una cuentista. Gracias. *
El viaje necesario
Las historias son compañeras de viaje. Cuando forman parte del repertorio, nos siguen obedientes como si fueran las ovejas de un rebaño. Existe un flechazo inicial que hace que se elija para contar un cuento y no otro, tanto que se puede decir que quien narra es el primer destinatario de sus cuentos. A partir de ese momento, el relato se singulariza de tal modo que comienza a vivir dentro del cuentista y va soltando su substancia lentamente, a veces a lo largo de años.
No son muchos los cuentos que acompañan hasta ese límite, pero algunos llegan a nuestra vida para quedarse, y son ellos los que nos habitan y en verdad los que nos cuentan. Cada persona es un cúmulo de historias, sin duda, pero los cuentistas tenemos la suerte de que nos sabemos más. Dejarse habitar por las historias que gustan me parece uno de los grandes privilegios del oficio de contar.
Es posible que la primera vez que tomé conciencia de la compañía que hacen los cuentos fuera con uno de Las mil y una noches titulado “Caso prodigioso de videncia”, Noche 351, que conocí por primera vez en versión del orientalista alemán Gustav Weil con el título de “Historia de los dos que soñaron”, recogida en la memorable selección de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo bajo el título de Antología de la literatura fantástica de la editorial Edhasa. Este es el cuento completo:
HISTORIA DE LOS DOS QUE SOÑARON
Gustav Weil
Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y misericordioso y no duerme) que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió, menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño lo rindió debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño a un desconocido que le dijo:
– Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla.
A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres, Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y por el decreto de Dios Todopoderoso una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo y lo llevaron a la cárcel. El juez lo hizo comparecer y le dijo:
-¿Quién eres y cuál es tu patria?
El hombre declaró:
– Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Yacub El Magrebí.
El juez le preguntó:
– ¿Quién te trajo a Persia?
El hombre optó por la verdad y le dijo:
– Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que la fortuna que me prometió ha de ser esta cárcel.
El juez echó a reír.
– Hombre desatinado -le dijo-, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo, en cuyo fondo hay un jardín y en el jardín, un reloj de sol y después del reloj de sol, una higuera, y bajo la higuera un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, has errado de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no vuelva a verte en Isfaján. Toma estas monedas y vete.
El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la higuera de su casa (que era la del sueño del juez) desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó. Dios es el Generoso, el Oculto.
Algún tiempo después me volví a encontrar con esta misma historia, pero esta vez en la versión de J. L. Borges incluida en su libro de relatos Historia universal de la infamia. Resulta fascinante observar las pequeñas modificaciones que cada uno de los autores adoptaron respecto al original. Resisto la tentación de extenderme sobre ello, y tan solo diré que el autor argentino copia en gran parte la versión de Weil, incluido el título, y también como él, cambia las ciudades del cuento: en Las mil y una noches el protagonista es de Bagdad y sueña que su tesoro está en El Cairo; y en la versión de Weil y Borges el hombre es de El Cairo y sueña su tesoro en Isfaján.
En realidad, lo de menos son las ciudades concretas por donde transita el relato, que en las distintas versiones vamos a ver que son unas cuantas. La historia es atemporal y puede ocurrir en cualquier parte. Cuando en los cuentos se plantea la necesidad de salir de viaje siempre es para mejorar en algún sentido —o dicho de otro modo, para paliar alguna carencia—, un motivo que se encuentra muy a menudo en los cuentos tradicionales. En muchas historias la marcha que inicia el o la protagonista implica un ir hacia adelante sin vuelta atrás, pues lo que buscaba se ha encontrado en otro lugar y un retorno al origen ya no tiene sentido. Sin embargo en este cuento de soñadores, por una cabriola exquisita de la trama, después de mucho caminar y padecer, al protagonista la fortuna le está esperando a la vuelta, en su propia casa. El viaje se revela necesario precisamente porque si la persona no hubiera salido no se habría enterado nunca de algo tan bueno y que tenía tan cerca. De modo que lo que se pone en valor en este viaje es el lugar inexplorado de la propia persona, su tesoro más íntimo.
Este cuento también habla de los sueños, de la importancia de mantener una actitud despierta para escuchar lo que llega de lo desconocido, de la credibilidad o no que se le pueden dar a este tipo de manifestaciones inconscientes. Es evidente que el protagonista de esta historia las valora y recibe su recompensa por ello, en contraposición con el antagonista, que sueña sin darle la mayor importancia y que al final se convierte en oráculo involuntario de la felicidad del otro. Me gusta mucho que en alguna de las versiones, mientras el guardia todavía sigue dando la matraca al viajero sobre lo iluso que ha sido haciendo caso de un simple sueño, este sale corriendo sin escuchar sus últimas palabras por el anhelo de llegar a su casa, el lugar del tesoro con el que ha soñado ese desconocido incrédulo.
Comencé a contar esta historia en el amanecer de uno de los primeros Maratones de Cuentos de Guadalajara (allá por 1993), cuando solo duraba veinticuatro horas. Adivinar las primeras luces del día entre los leones de piedra del Patio del Infantado, al compás del coro insistente de los pájaros, mientras las narraciones continuaban sin parar después de haber pasado toda la noche en vela al calor de sus palabras, debió de parecerme un verdadero tesoro, un sueño, porque fue en ese momento tan emocionante cuando lo compartí por primera vez de viva voz. Seguí contándolo muchos años —ah, las personas, qué grandes amantes somos de los rituales— en la cita anual con esos amaneceres de cuento tan especiales.
Ha pasado el tiempo y esta historia no ha dejado nunca de acompañarme, mientras una pequeña ventana permanecía abierta por la que han ido entrando, sin ir a buscarlo expresamente, nuevas versiones y referencias. Recoger este tipo de manifestaciones sobre los temas que me interesan constituye, he de confesarlo, uno de mis modestos gozos de cuentista.
Gracias a la lectura de la monumental e interesante Historia del cuento tradicional de Juan José Prat Ferrer de la editorial Palabras del Candil, supe que este cuento, conocido por los especialistas como “El tesoro en casa” (ATU 1645), ya se encuentra en una versión persa del s. XIII; y también que en el Liber facetiarum, recopilación de historias escrita en tiempos de Felipe II por Luis de Pinedo, el cuento que nos ocupa aparece con un toque de proximidad, pues “coloca la acción en Sevilla y el tesoro, una cabra de oro, en Mérida”, ¡más cerca no lo podíamos tener!
Prat Ferrer asimismo menciona una versión judía conocida como “El judío de Praga” en la que el personaje, siguiendo su sueño, va a Viena a encontrar un tesoro bajo el puente, pero cuando llega, el soldado que hace la guardia le da el alto y le cuenta que él ha soñado con otro, enterrado bajo el suelo de una despensa, en una casa de Praga. Y ya os podéis imaginar de quién era esa casa.
Jean-Claude Carrière, en su antología de cuentos filosóficos titulada El círculo de los mentirosos, menciona igualmente el cuento como de origen judío, tal vez polaco nos dice, y presenta una versión titulada “El tesoro del rabino” en la que el protagonista, un viejo rabino de Cracovia, también sueña con encontrar su fortuna bajo un puente, esta vez de Praga. Pero allí el guardia le cuenta a su vez haber soñado con un tesoro junto a la estufa de una casa de Cracovia. El rabino deja al guardia con la palabra en la boca y corre camino de su casa, justo en el momento en el que Carrière detiene la acción y afronta el desenlace: “En cuanto a si encontró un tesoro junto a la estufa, o si buscó en vano, este punto se deja a criterio del lector. Depende del humor del momento, de lo que brillan las miradas de quienes escuchan y de los movimientos invisibles del aire”. El autor no nos da el gusto de un final redondo, pero a cambio se muestra sensible a la práctica de la oralidad, pues su comentario remite a un intercambio de viva voz en el que las palabras bailan en el aire y las miradas convergen sobre el cuentista.
Fue una sorpresa descubrir que la historia también había arraigado en la tradición inglesa. En La voz de los sueños y otros cuentos prodigiosos de la editorial Vicens Vives, una recreación literaria de cuentos tradicionales ingleses al cuidado de Hugh Lupton, es precisamente nuestro cuento de soñadores el que abre y da título al libro. En esta ocasión, un humilde vendedor callejero que vive en una pobre casucha con un hermoso manzano en la parte trasera, viaja al puente de Londres en busca de su tesoro soñado, el cual encontrará, gracias a la imprescindible e involuntaria ayuda del guardián del puente, al pie de su querido árbol.
A propósito de los puentes que aparecen en varias de las versiones, hago un pequeño receso para fijar la mirada en el hecho de que este es un cuento mágico. En efecto, su trama transita al límite de la realidad verosímil. Las manifestaciones mágicas suelen ocurrir en límites o márgenes tales como el amanecer, anochecer, medianoche, si nos referimos al tiempo. Respecto al paisaje, las escenas transcurren en las riberas de los ríos, orilla del mar, cuevas, lindes del bosque, arriba de una montaña. Y si lo pensamos en términos de construcciones humanas, en los tejados, sótanos, torres, puentes, umbrales de las puertas. Estos lugares y momentos, proclives todos a que se desarrollen en ellos acontecimientos especiales, se consideran zonas liminares (limen significa umbral) porque son más susceptibles de estar en comunicación con el Otro Mundo, sea este del tipo que sea. Asimismo la magia de estos umbrales aflora entre el sueño y la vigilia, entre imaginación y realidad. En nuestro relato la chispa salta durante el sueño, cerca de los puentes en algunas versiones y a las puertas de una mezquita en otras, incluida la original de Las mil y una noches. Así pues, aunque en la historia no aparezca ningún ser extraordinario, los acontecimientos que se desarrollan en ella sí que lo son.
Suelo sentir predilección por los cuentos breves, porque me atrae la sabiduría de su “menos es más”, razón por la que me resultó un poco insufrible que Paulo Coelho alargase tanto el argumento de este cuento como para convertirlo en una novela. Y aunque cuando curioseé el libro, allá por los años noventa, creo recordar que no encontré por ningún lado que se hiciera referencia a su historia originaria, parece que quienes lo leyeron apreciaron de todos modos la belleza de su trama ancestral. Leo en internet que El alquimista, publicado en 1988, tuvo un gran éxito: hasta la fecha ha sido editado en más de 150 países y traducido a 88 lenguas. Parafraseando una canción de aquella época, los viejos temas nunca mueren, por fortuna. Y a veces viajan de maneras un tanto insospechadas, por cierto.
Me despido con dos últimas reseñas. La primera se encuentra en el libro La tradición oculta del alma de la editorial Atalanta, y es un comentario a propósito de la simbología de los cuentos de hadas, en el que su autor Patrick Harpur aprovecha como imagen un cuento que podría ser La Bella Durmiente del Bosque u otro similar, para ilustrar el encuentro que se libra entre el interior de una persona y su bien más preciado, llámese la belleza, un atributo que para conseguirlo, parece que resulta obligado salir de viaje y enfrentarse a múltiples dificultades: “El sí-mismo es aquello que el espíritu se pasa la vida buscando heroicamente por tierra o mar, recorriendo el planeta, sufriendo penalidades y dando muerte a dragones, hasta llegar al castillo perdido en la maleza. Se abre camino por la fuerza, trepa a lo alto de la torre más alta y allí dormido está el amor de su vida, la Belleza. La besa. El despertar de ésta es símbolo del estado durmiente del alma hasta que despierta y es hecha real por el espíritu. Lo que ya no resulta tan obvio en nuestra época heroica es que el beso también despierte al espíritu. Éste mira a su alrededor, frotándose los ojos, y ve que el castillo es de hecho el suyo, el lugar desde donde partió. La Belleza siempre estuvo dormida allí, pero él no se había dado cuenta, tan ansioso estaba por partir y encontrarla en otro lugar.”
Por último, mientras el amado cuento y sus sueños permanecen en el aire, dejo que sean los versos de T. S. Eliot de su obra Cuatro cuartetos los que concluyan con belleza lo que se ha venido tejiendo con palabras. Todas ellas puestas alrededor de este viaje que he dado en llamar necesario. Como la vida.
No dejaremos nunca de explorar Y el fin de todas las exploraciones Será llegar adonde comenzamos Conocer el lugar por vez primera.