
Dibujar el mundo
Ante la figura de un Borges infinito, hoy me detengo sobre un detalle suyo mínimo, un cuento breve o, siguiendo la terminología moderna, un microrrelato que reencontré hace poco en un epílogo de uno de los poemarios incluidos en su Poesía completa (Random House Mondadori, 2013). En realidad, esta pequeña historia la tenía recogida en mis papeles desde hacía mucho tiempo, pero no recordaba la obra donde la había leído.

Y de pronto allí estaba, mirándome, en el lugar menos pensado, insertada en el párrafo final de El hacedor (1960), uno de sus libros más libres, en el que se agrupan cuentos, poemas y ensayos breves. Un libro, como él mismo escribe en ese texto de cierre, que “de cuantos libros he entregado a la imprenta, ninguno, creo, es tan personal como esta colecticia y desordenada silva de varia lección, precisamente porque abunda en reflejos e interpolaciones”. Pues bien, este es el párrafo-cuento:
Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitantes, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.
El relato, muy breve y sin embargo poblado de imágenes, tiene la marca potente de su autor; en él encontramos una de sus frecuentes y magnéticas enumeraciones, así como también la referencia recurrente al laberinto que, en este caso, se lo figura paciente. Por último, la historia destila el anhelo trascendente que atraviesa toda su escritura, y que a veces adopta un tono desesperanzado o ambiguo. No en este caso, en el que a mi juicio trata sobre la predestinación: cualquier acontecer configura destino, y está cargado de significado hasta tal punto, que se refleja incluso en lugares improbables como las líneas de la cara.
En El espejo de los enigmas, un texto que se encuentra dentro de su colección de ensayos Inquisiciones. Otras inquisiciones (Random House Mondadori, 2011), Borges escribe sobre el simbolismo de la existencia en consonancia con esa predeterminación del mundo que hace que cualquier manifestación de lo creado tenga un profundo sentido, aunque en muchas ocasiones sea desconocido para quien lo vive. Entre otras interesantes consideraciones comenta que De ahí a pensar que la historia del universo —y en ella nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas— tiene un valor inconjeturable, simbólico, no hay un trecho infinito. Muchos deben haberlo recorrido; nadie, tan asombrosamente como León Bloy (…) quien llegó a afirmar que nada puede ser contingente en la obra de una inteligencia infinita.
Esta rotunda frase tiene una nota al pie de página de Borges cuyo contenido revela la posible chispa de la que pudo brotar el relato que nos ocupa:

¿Qué es una inteligencia infinita?, indagará tal vez el lector. No hay teólogo que no la defina: yo prefiero un ejemplo. Los pasos que da un hombre, desde el día de su nacimiento hasta el día de su muerte, dibujan en el tiempo una inconcebible figura. La Inteligencia Divina intuye esa figura inmediatamente, como la de los hombres un triángulo. Esa figura (acaso) tiene su determinada función en la economía del universo.

Estas pesquisas a propósito del microcuento me impulsaron a la relectura de la Poesía completa esta vez poniendo el foco en los sustanciosos Prólogos, Epílogos, Notas e Inscripciones que se saltean a lo largo del libro. Me pareció maravilloso que los editores hubieran tenido el buen criterio de incluirlos, pues son pura literatura. De modo que dando saltos como en el Juego de la Oca, fue como me reencontré con el famoso cuento de Chuang-Tzu y la mariposa, que había sido “dejado” en una de las notas del poemario Historia de la noche (1977). Concretamente, en la referida a un verso de su maravilloso poema Las causas. Por cierto que esta fábula —en una versión un poco más extensa— también se puede encontrar en su Antología de la literatura fantástica con el título de Sueño de la mariposa. La nota-cuento dice así:
Unos quinientos años antes de la Era Cristiana, alguien escribió: “Chuang-Tzu soñó que era una mariposa y no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre”.
En otro de mis saltos de lectura aterricé sobre esta jugosa anécdota, incluida en el prólogo al poemario El otro, el mismo (1964), sobre el mundillo literario de su tiempo:
En su cenáculo de la calle Victoria, el escritor —llamémoslo así— Alberto Hidalgo señaló mi costumbre de escribir la misma página dos veces, con variaciones mínimas. Lamento haberle contestado que él era no menos binario, salvo que en su caso particular la versión primera era de otro. Tales eran los deplorables modales de aquella época, que muchos miran con nostalgia. Todos queríamos ser héroes de anécdotas triviales. La observación de Hidalgo era justa (…). Lo extraño, lo que no acabo de entender, es que mis segundas versiones, como ecos apagados e involuntarios, suelen ser inferiores a las primeras.
Aprecio la autocrítica del autor sobre la agudeza mordaz con la que replicó a Hidalgo, así como la sincera apreciación de que sus segundas versiones de un mismo asunto suelen ser inferiores al original. Lo cierto es que dentro del conjunto de su obra son numerosos los temas que se repiten en diferentes épocas, formatos o contextos. Un hecho que como lectora no le reprocho, antes al contrario, me resulta muy estimulante.
Aquí termina nuestro camino de lecturas por hoy, precisamente, con la buena noticia de que el cuento del hombre que se propone la tarea de dibujar el mundo también tuvo una segunda versión. Apareció en verso, veinticinco años después de su primera edición en prosa, formando parte de su último poemario, Los Conjurados (1985). El poema se titula La suma y está dispuesto como soneto, una forma métrica especialmente querida por el autor:
Ante la cal de una pared que nada
nos veda imaginar como infinita
un hombre se ha sentado y premedita
trazar con rigurosa pincelada
en la blanca pared el mundo entero:
puertas, balanzas, tártaros, jacintos,
ángeles, bibliotecas, laberintos,
anclas, Uxmal, el infinito, el cero.
Puebla de formas la pared. La suerte,
que de curiosos dones no es avara,
le permite dar fin a su porfía.
En el preciso instante de la muerte
descubre que esa vasta algarabía
de líneas es la imagen de su cara.
Dejo para ti, lectora, lector, estas dos versiones de la historia, una en forma de cuento y la otra de poema. Ahora tuyo será el juego de pensarlas e imaginarlas. Que lo disfrutes.
Epílogo
(Cómo sustraerse a este guiño de prólogos, notas, epílogos, inscripciones…)
Dice una frase proverbial en castellano que La cara es el espejo del alma. El refranero multilingüe del Centro Virtual Cervantes atribuye el origen de esta máxima a Cicerón, quien la prolongaba con una segunda parte: “y los ojos sus delatores”. Me parece que Borges con su historia va un poco más lejos al sugerir que “la cara es el espejo del destino (o del mundo)”. Un pensamiento que en parte se refleja asimismo en este soneto titulado Un ciego, perteneciente a La rosa profunda (1975) en el que el yo poético se queja de no poder verse la cara, razón por la que se le hace más difícil reconocerse:
No sé cuál es la cara que me mira
cuando miro la cara del espejo;
no sé qué anciano acecha en su reflejo
con silenciosa y ya cansada ira.
Lento en mi sombra, con la mano exploro
mis invisibles rasgos. Un destello
me alcanza. He vislumbrado tu cabello
que es de ceniza o es aún de oro.
Repito que he perdido solamente
la vana superficie de las cosas.
El consuelo es de Milton y es valiente,
pero pienso en las letras y en las rosas.
Pienso que si pudiera ver mi cara
sabría quién soy en esta tarde rara.
