La voz del cuentista

Artículo publicado en el número 144 de la revista Educación y Biblioteca

Entendemos por voz algo más que la facultad para emitir sonidos inteligibles. El hecho de tener una voz propia está íntimamente ligado al desarrollo de las cualidades interiores que buscan la comunicación más efectiva. En última instancia, ser coherentes consigue que la tarea de cada uno sea una manifestación única y en consecuencia, que se pueda brindar una aportación personal al mundo. Narrar historias es un oficio muy viejo unido profundamente a nuestra concepción de cultura.

No cuesta ningún trabajo imaginar un buen fuego y alrededor alguien contando sus últimas peripecias mientras los demás escuchan deseosos de saber. De cómo se produjo el salto en el que el narrador, en vez de contar lo real se deslizó hacia lo fantasioso, tampoco nos resulta difícil de suponer: lo hacemos a diario. Casi de forma inconsciente tendemos a adornar los relatos; la misma anécdota puede tomar matices muy diferentes según quienes sean nuestros oyentes y el efecto que queramos conseguir en ellos. Así pues, la voz del cuentista está cargada de intencionalidad y se hace necesario admitir que no existe la comunicación inocente. Para el narrador de historias clarificar su voz es hacer consciente el propio mensaje: un buen cuentista sabe lo que quiere decir y por eso dice lo que dice y el cómo lo dice forma parte importante de la historia.

Numerosas preguntas surgen a propósito de estas afirmaciones. Hasta qué punto se precisa una cierta técnica para que el mensaje llegue en las mejores condiciones; de qué manera la necesidad imperiosa de agradar puede falsear un discurso; en cuánta medida la realidad, el momento histórico y personal, condiciona y enriquece la narración… y así muchas más. A partir de aquí se podría iniciar un debate muy fecundo según las diferentes formas de ver y hacer de cada cual.

UN POCO DE HISTORIA

Fue entonces cuando quise buscar la «autoridad· de los clásicos para las siguientes afirmaciones y de ahí partió mi aventura alrededor de los mitos de la que en estos momentos, y por cuestiones de espacio, apenas puedo dejar constancia con unas cuantas pinceladas.

Comencé a fijarme en este tipo de relatos porque quería remontarme a los orígenes, encontrar alguna historia que hablara de los narradores de historias. Los mitos precedieron a los cuentos, según la mayoría de los investigadores, y además, y para colmo de bienes, están imbuidos de un halo culto que da envidia. Centré mi investigación en los mitos helénicos, por ser los que en mayor parte alimentan nuestra cultura; de hecho, en España no perduran historias míticas anteriores a la influencia de griegos y fenicios en sus costas; para ser más precisos, no existen documentos escritos anteriores a esta tradición helénica.

Los mitos al igual que los cuentos, a pesar de su rango de relatos sagrados y con frecuencia dogmáticos, están sujetos a las inclemencias del tiempo: tienen su origen en realidades históricas y sociales más o menos remotas y de ellos también se pueden encontrar diferentes versiones, aunque lo que haya llegado a nosotros aparente una unificación temática de la que sin lugar a dudas carecieron en su tiempo.

Resulta obvio que los orígenes de los que hablan los mitos tienen un marco histórico que en nuestro caso se remonta aproximadamente a, como mucho, unos 5000 años. Algo muy corto, si pudiéramos mirar hacia atrás. Pero ésta sí que es otra historia, para empezar, porque carecemos por completo de testimonios escritos salvo interesantes -pero hasta cierto punto mudos- restos arqueológicos.

La mayoría de los mitos grecolatinos los conocemos a través de Homero y Hesíodo. Conviene tener en cuenta que el gran poeta y fabulador Homero, fuera quien o quienes fuesen –si acaso su obra en realidad está escrita por más de una persona-, no era un teólogo ni un mitólogo, sino un hombre de su tiempo que destinaba sus escritos a un auditorio específico: los miembros de la aristocracia militar. No escribió sino sobre los mitos que interesaban a su público, por excelencia patriarcal y guerrero; y al igual que Hesíodo, de todo lo que fueran elementos nocturnos, escatológicos, de sexualidad y fecundidad apenas dice nada. Su arte se impuso hasta el extremo de que sobre lo que no hablan, durante siglos se ha considerado inferior o mediocre. Sirva como ejemplo la figura de Deméter o Dionisos, invisibles para ellos. Estas mitologías no homéricas y, en general, no clásicas eran más bien populares y sobrevivieron al margen de los letrados, y de las represiones de la iglesia después, durante muchos siglos.

PROFESIONALES DE LA PALABRA

Una vez aceptado el no-dogmatismo (¡qué difícil tarea!) y la historicidad de este tipo de relatos, deduje las tres atribuciones más importantes de la palabra en el mundo mítico y que derivaban luego en auténticas profesiones, a saber: palabra-magia, palabra-profecía y palabra-narración. Aquellos que eran capaces de utilizar las palabras como poder transformador de la realidad eran personas muy respetadas y con frecuencia relacionadas con la divinidad. Los encantamientos que generaba la palabra podían ser utilizados para sanar pero también podían llevar a la perdición. Sirva como ejemplo Medea, la hechicera mítica más famosa, quien fue capaz con sus palabras de convencer a las ingenuas hijas de Peleo para que desmembrasen a su padre con la esperanza de rejuvenecerle.

En aquellos tiempos muchas personas acudían a templos como el de Dodoma o Delfos para consultar sobre su futuro. Los héroes míticos no son la excepción y acuden al oráculo, las más de las veces para terminar de caer en la desgracia –los mitos no se caracterizan, al contrario que los cuentos, por los finales felices-. El más conocido adivino del mundo mítico fue sin duda Tiresias, quien incluso muerto y ya en el Tártaro, continuó con sus predicciones.

En Grecia, a diferencia de otras civilizaciones como la hindú y la hebrea, la transmisión de los mitos no estaba encomendada a los sacerdotes sino a los poetas, educadores tradicionales del pueblo hasta que los filósofos, con Platón a la cabeza, reclamaron para sí tal competencia. Conviene aclarar que el cantante y el narrador, al menos en los foros públicos, eran una misma persona.

Con frecuencia el aedo cantaba acompañándose con un instrumento musical. Orfeo, el más glorioso, tocaba la lira y manejaba su voz de tal forma que no sólo amansaba a las bestias salvajes sino que hacía que los árboles y las rocas se movieran de su lugar. Fue incluso capaz de ablandar el corazón de acero de Hades, señor del mundo subterráneo, lugar al que descendió por amor a su esposa muerta, Eurídice.

LA MUSA

Cuenta la leyenda que fueron las Musas quienes le enseñaron el oficio a Orfeo. Conocidas en el mundo helénico como hijas de Mnemósine, la Memoria, y de Zeus, representan el triunfo del recuerdo sobre el olvido y propagan el amor por los bellos relatos y por la palabra resonante e imperecedera. Dicen las malas lenguas que sus nueve nombres y la división de sus competencias tal vez fuesen un invento de Hesíodo quien, según cuenta, escribió la Teogonía a sus ruegos. Es allí donde les atribuye estas hermosas palabras: Sabemos decir muchas mentiras con apariencia de verdades y sabemos, cuando queremos, revelar la verdad. Lo cierto es que en épocas anteriores, la Musa fue singular y estaba personificada en la Luna, llamada también entre muchos otros nombres Artemisa –hermana de Apolo-, y conocida como la Diosa Triple, porque, según palabras de Robert Graves, eran tres sus atribuciones fundamentales: Meditación, Memoria y Canción.

El cantor fabulador, en plena creencia mítica, al ponerse bajo la protección de la Musa conectaba con un saber divino. Aunque más adelante y para muchos artistas, invocar a la Musa no dejase de ser un tópico, en un principio indicó el fundamento místico del oficio.

Existe un paralelismo muy sugestivo entre estas tres cualidades de la Musa y los elementos que más arriba se han indicado como condiciones para definir la voz del cuentista:

MEDITACIÓN, O LO QUE SE QUIERE DECIR

Se entiende esta meditación como reflexión, como búsqueda en soledad. El trabajo hacia fuera, de cara a los oyentes también requiere de una alimentación interior. Esta búsqueda de repertorio y conocimiento se puede interpretar como una bajada a las profundidades, tan necesaria en cualquier hecho creativo. «Conócete a ti mismo», proclamaba el Oráculo de Delfos, templo consagrado a Apolo, jefe de las Musas.

Para pensar con completa claridad artística uno debe desembarazarse primeramente de muchos impedimentos intelectuales, incluyendo todas las preocupaciones doctrinales dogmáticas. En resumen, debe conseguir a toda costa la independencia social y espiritual, aprender a pensar tanto mítica como racionalmente y no dejarse asombrar por las modas.

MEMORIA, O LO QUE SE DICE

El narrador sustenta su trabajo sobre la memoria. Memoria personal llena de emociones y acontecimientos, y también colectiva. Esta memoria social vino a relajarse con la aparición de la escritura: los relatos no corren tanto peligro de perderse y el narrador se siente más impulsado a recrearlos.

Al llegar al Tártaro, las almas bebían de la fuente del olvido, llamada Lete. En muchos mitos, cuando un dios concede la inmortalidad, ésta radica precisamente en conservar una memoria inalterable, pues sobre todo en el mundo antiguo, olvidar es morir (y al revés).

El narrador se alimenta de la memoria; memoria del pasado y memoria del futuro, lo que en los animales llamaríamos instinto, y en las personas, intuición.

CANCIÓN, O CÓMO SE DICE

En el Canto VIII de la Odisea se habla del ciego Demódoco como el divino aedo a quien los númenes otorgaron gran maestría en el canto para deleitar a los hombres, siempre que a cantar le incita su ánimo. La ceguera en muchos personajes mitológicos implica una gran visión interior; es por ello que resulta cuando menos curioso que la tradición del cantor ciego perviviera durante siglos en los Romances de Ciego. Julio Caro Baroja en su Ensayo sobre la Literatura de Cordel compara a estos cantores mediterráneos con los de Oriente, donde también los hakawati ciegos eran quienes contaban los cuentos por plazas y calles a cambio de unas monedas.

Las palabras no son únicamente una realidad semántica, su sonoridad y ritmo terminan convirtiendo un buen relato en música para los oídos. Esta facultad del cuentista para recrear el lenguaje le incita a buscar las palabras y gestos certeros en cada comunicación. La siguiente anécdota de Marco Denevi lo ilustra con gran lucidez (y de la manera más dolorosa para Ulises):

En la corte de Alcinoo, rey de los feacios, un aedo de nombre Demódoco canta las hazañas de los griegos de Troya.
Los jóvenes escuchan. Cuando Demódoco termina su relato, comentan en voz alta.

– Los versos, bien medidos.
– Las metáforas, brillantes y vigorosas.
– El lenguaje, adecuado a las situaciones.
– Esto en cuanto a la forma. Analicemos ahora el fondo.
– Sobresaliente, a mi juicio, el retrato de Agamenón.
– Gracioso el episodio de Tersites.
– Inverosímil, en cambio, el ardid del caballo de madera.
– La muerte de Patroclo me hizo llorar.
– La sobrepasa en patetismo la de Héctor.
– Pues, ¿y la lamentación final de Príamo?

Entre los oyentes hay un extranjero que permanece silencioso. Nadie sabe quién es. Es Ulises.

Y Ulises piensa: «¿Qué es lo que ha cantado Demódoco? ¿A qué Troya se ha referido, a qué griegos? No he reconocido a nadie. Aquellos sudores, aquellas lágrimas, aquellos olores, aquellas voces, aquel fuego, aquel dolor, aquel miedo, ¿dónde están? Ha balbuceado una estúpida parodia. Ahora sabrán estos jóvenes lo que fue Troya».

Ulises comienza a hablar. Pero en seguida el auditorio lo interrumpe de mal talante:

– Cállate, extranjero. Y cesa de farfullar ese galimatías. Tu guerra de Troya se parece más a una riña de gallos que a una contienda entre héroes. Luego del divino canto de Demódoco, ¿pretendes tú emularlo con semejante ristra de disparates?»

Tal vez no haga falta ser protagonista de unos hechos o haberlos visto con los propios ojos para narrarlos bien. Tal vez sea suficiente haber estado allí en sueños y, por supuesto, en compañía de las musas.