Conferencia preparada para el XI Encontro de Literatura Infanto-Juvenil Caminhos de Lectura, celebrado en Pombal (Portugal). Publicado en el número 13 de la revista Tantágora.
El narrador frente al auditorio hila, cose, teje su historia. Esto naturalmente, es una expresión figurada, una metáfora. Y lo que tiene de particular es que a pesar de la antigüedad de estos dos oficios, narrar y tejer, su uso como expresión todavía está viva en nuestro imaginario. Parece ser que en numerosas culturas el concepto de tejido se ha considerado desde siempre unido a ideas de creación, de complementación y de vida. En la nuestra, encontramos un rastro muy esclarecedor en la palabra de origen griego rapsoda, ya utilizada por Homero, y que en su significado etimológico se refiere a aquel que teje, que cose un canto. De modo que cantar y recitar se equipara a la labor de coser.
Un tejer, un cantar y un contar, sin duda anteriores a la escritura. Pues todas las metáforas referidas a esta actividad que conocemos son orales y se emplean para designar incidencias que pueden ocurrir al narrar de viva voz. Más tarde, también pasaron a utilizarse las mismas figuras imaginativas en la escritura, con toda seguridad reviviendo la situación oral original. Por poner un ejemplo, la palabra texto proviene del latín y significa tejido, del participio del verbo tejer.
Estas afirmaciones nos remontan a un tiempo en el que hilar y tejer eran actividades realizadas a diario y, según las culturas, tanto por hombres como por mujeres. Esta labor suponía mucha dedicación, pues además de la propia ropa, se tejían atuendos de ceremonia, mantas, alfombras, toldos para las tiendas e incluso, tal como ha demostrado la historia, armaduras. Asimismo, al menos en el continente africano, las cintas estrechas de tejido también se utilizaban como moneda. Un actividad, pues, muy arraigada y comunitaria, que nos hace pensar en el contexto donde se hilaba y tejía tanto y tan variado, como la fuente de muchas historias. Tenemos noticia de ello a través de relatos mitológicos que explican quién y en qué circunstancias enseñó a tejer a una colectividad, y de cuentos en los que aparecen objetos como la rueca, el huso y el telar. Por citar unos pocos, referidos a nuestra cultura, en la recopilación de los Hnos Grimm está La Bella Durmiente, que cae en el sopor de los cien años cuando se pincha con la rueca; y Las Tres Hilanderas y El Enano Saltarín, dos cuentos que tienen en común el hecho de que alguien socorre a una muchacha hilando en su lugar y que, aunque más adelante ésta haya de pagar un precio por ello, a la postre consigue no tener que hilar nunca más.
Dice Eduardo Cirlot en su Diccionario de Símbolos que “hilar, como también cantar, resulta una acción equivalente a crear y mantener la vida”. Detrás de esta mítica afirmación existen muchas historias que la sostienen. Las Parcas y las Hadas son hilanderas. Innumerables figuras legendarias y folklóricas también. Son estos seres los encargados de hilar la trama de la vida y de, a su tiempo, cortar el hilo. Hesíodo nombra a las tres Parcas, las hilanderas del destino, de este modo: Cloto tiene en su mano la rueca en la que lleva prendidos hilos de todos los colores y de todas las calidades, de seda y oro para los hombres cuya existencia vaya a ser feliz y de lana y cáñamo para los destinados a ser desgraciados; Láquesis da vueltas al huso al que se van enrollando los hilos que le presenta su hermana; y la tercera, Átropos la inevitable, lleva unas tijeras con las que corta de improviso y cuando le place el hilo fatal.
En una historia africana, una familia se olvida de tirar el agua de lavarse los pies antes de irse a acostar, y eso acarrea la consecuencia de que entren en la casa unos hombrecillos y mujercitas diminutos que comienzan a tejer como locos sin parar de cantar y de chillar. Para librarse de ellos, necesitarán la ayuda de un hombre sabio. Resulta preciosa, a mi modo de ver, la asociación del agua detenida con la necesidad de hilar, pues la metáfora del fluir del agua para referirse al discurso también la utilizamos muy a menudo en el lenguaje cotidiano.
Otra historia, esta contemporánea y dentro de la tradición de los indios americanos, Ani y la anciana, nos habla del sentido último de un tejido. Una abuela le explica a su nieta que cuando el nuevo tapiz que están haciendo el padre y la madre de la niña se pueda bajar del telar, ella, la abuela, se irá con la Madre Tierra. La historia cuenta las resistencias de la niña para aceptar un destino que su abuela vive como algo natural, inevitable y lleno de armonía. Por fin, después de realizar sin éxito varias artimañas encaminadas a que el tapiz no se termine, Ani comprende que la manera de que su abuela continúe viva es que ella misma aprenda a tejer, precisamente con la preciosa lanzadera que la abuela le ha regalado antes de marchar.
Si bien el hecho de hilar y tejer era cotidiano y ese aspecto de costumbre se reflejaba en los cuentos, también y sobre todo, estaban estos “hilados” filosóficos en los que el hilo significaba la vida misma: lo que conocemos universalmente por el hilo de la vida y la inevitable fragilidad que se desprende de la frase la vida pende de un hilo. Y con ese hilo, cada ser humano confecciona un tapiz, imagen de su tarea y pasaje por este mundo, que es lo que se desprende del cuento indio reseñado más arriba.
A partir de estas consideraciones, creer que el cuentista cuando narra también toma el papel de creador de un telado y que es un constructor de destino, semejante a un pequeño dios manejando los hilos de la historia, sólo necesita de un pequeño paso. Que sin duda se dio hace mucho tiempo, pues son numerosas las expresiones todavía vigentes que dejan constancia de ello. Ahora bien, la metáfora del hilo como discurso narrativo es tan completa, que se emplea en todas sus numerosas acepciones semánticas, pues además del hecho mismo de hilar, el hilo se usa para tejer, para coser, para bordar, para atar y para engarzar cuentas. Todas ellas actividades que se aplican a las cualidades y condiciones que, como estamos viendo, se adecuan al discurso narrativo.
Así, a propósito del hilo de la memoria, cuando se habla de alguien que está haciendo memoria decimos que devana la madeja y el que recuerda con ahínco se devana los sesos; sabemos que se habla siguiendo el hilo de las palabras, y que en el contar se detalla el hilo de las acciones. Estos ejemplos nos hacen pensar en la narración como un recitado lineal en el que no quedan cabos sueltos, ya que contar es narrar una cosa detrás de otra sin derroches de personajes o secuencias secundarias.
Falla la memoria cuando se pierde el hilo conductor aunque se sigan otros secundarios, cuando se corta el hilo del discurso, Perder el hilo de lo que se está contando es quedarse sin rumbo, perder el propósito de lo que se busca con la narración. Alguien que no hila, se refiere a alguien que desvaría y, en un caso extremo, que ha perdido la razón. Por cierto, en numerosas corrientes psicológicas el hecho de que el paciente sea capaz de contar su propia historia de vida es valorado muy positivamente como signo de buen juicio.
Cuando se habla de perder el hilo, de perderse, la referencia más conocida la encontramos en el relato mitológico del Minotauro. Fue el famoso hilo de Ariadna, ese ovillo que esta le regaló a Teseo, el que resultó ser la ayuda indispensable para salir del Laberinto después de haber acabado con el monstruo. ¿Y cómo salir, entonces, del laberinto de las palabras? Pues al igual que Teseo, siguiendo el hilo, desarrollando un suceso tras otro, sin perderlo. Como si cada historia fuese un ir y un volver, un desenredar una madeja y recogerla. Esto implica que una buena historia para ser dicha de viva voz habrá de tener gran economía de personajes y sucesos, sólo los indispensables, y todos unidos por ese gran río sobre el que discurren.
Si el discurso no es fluido, se enmaraña –curiosa la connotación de la tela de araña y que viene referida muy a propósito en el nombre de Ariadna, araña-, se lía, se hace un nudo, se forma un enredo. En este sentido también la palabra desenlace, referida al final de una historia, está teñida con las connotaciones del hilo, pues implica un deshacerse de todos los lazos que se han ido creando a lo largo de la narración. Recordemos que en el orden clásico una historia consta de tres partes: planteamiento, nudo y desenlace. Y aunque la literatura escrita hace tiempo que experimentó y subvirtió este orden, para el relato oral continúa teniendo pleno sentido.
Alguien que es agudo en lo que dice, hila muy fino, enlaza las cosas, no pierde el hilo, y consigue bordar el discurso. Sin embargo, el que pega la hebra es el advenedizo; y el que se lía, el que lo lleva todo con alfileres, o como mucho, algo más que hilvanado nunca encandilará a sus oyentes.
Cuando se tira del hilo, se sonsaca una información. Y una vez que se empieza a tirar, una cosa irá detrás de otra. Pues por el hilo se llega al ovillo, o lo que es lo mismo, al centro de la cuestión.
¿Qué hace que dentro del discurrir de una historia un episodio vaya detrás del otro sin dejar espacio para el olvido o la equivocación? Dicho de otro modo, ¿de qué se vale la memoria para enlazar los sucesos y así llevar a buen fin un cuento? Tenemos la respuesta en dos palabras clave, también inmersas en la metáfora del hilado y el tejido de las historias: el hilo de una historia no se pierde gracias a la trama y las cuentas.
Estamos habituados a emplear la palabra trama para designar la base, el armazón sobre el que se sostienen todos los detalles de una historia. Tanto usamos esta palabra en su sentido figurado, que olvidamos lo que es su acepción en términos textuales. Pues, referida a la terminología del telado, la trama es el primer tendido de hilos que se realiza en el telar; y sobre ellos se entrelaza la urdimbre con la ayuda de la lanzadera. Es decir, la trama es la parte fija, mientras la urdimbre es la móvil; la trama es la estructura, así como la urdimbre son los detalles. Juntos, trama y urdimbre, forman el tapiz. Juntos, estructura y detalles, conforman el discurso.
Y es en este armazón –la trama- donde se integran todos los componentes memorables, es decir, todo lo que hace a ese relato fácil de recordar para oyentes y narrador. Un esqueleto fijo sobre el que reposa la historia, un tronco sobre el que brotan las ramas y las hojas del árbol. Pues sólo cuando hacemos nuestra la estructura de un relato, bien sea en prosa o en verso, y la memorizamos, podremos después habitarlo, llenándolo de detalles y color.
Una de las acepciones más comunes en castellano de la palabra cuenta es cómputo, y designa una operación sencilla con números. Un contar en este caso de llevar la cuenta, de número. Además, la palabra cuenta también puede referirse a la pieza que forma parte del ensartado de un collar. Si nos damos cuenta, ambos –cuento y cuentas- están bastante relacionados en su significado profundo, pues contar referido a narrar es, en muchos aspectos, llevar la cuenta, el cómputo, el número o relación de esas secuencias; y ese narrar ha de estar tan hilado como las cuentas de los collares, con un orden, una vez establecido, lo más fijo posible para facilitar su recuerdo.
Preciosa, a mi modo de ver, resulta en este contexto la palabra retahíla (del latín recta e hila), serie de muchas cosas que están, suceden o se mencionan por su orden. Y como sinónimos suyos tenemos las palabras: serie, sarta, lista, letanía, ristra, enumeración, relación, repertorio, rosario, todas ellas aplicables a la metáfora que nos ocupa del relato.
Así pues, los sucesos se engarzan, se ensartan en ese collar que llamamos historia; y en resumidas cuentas, para poder contarla y no perder el hilo, habrá que prestar especial cuidado al desarrollo de su trama y a los detalles que la conforman.