Buenos Aires, 2000

Texto escrito para un club de lectura a propósito de experiencias con abrazos

En el año 2000 fui invitada a contar cuentos e impartir varios talleres en el Feria del Libro de Buenos Aires. Mi estancia resultó memorable en muchos aspectos y a propósito de abrazos, me detendré en esta historia.

Dentro de la programación de la Feria tuve el privilegio de asistir a la presentación de un programa pedagógico que se había desarrollado con alumnos de Instituto en dos lugares muy apartados de la capital, de los que ahora no recuerdo su nombre. Esta iniciativa buscaba recuperar la memoria tradicional de los indios toba, un pueblo que no sumaba en aquellos momentos más de doscientas personas en toda Argentina.

El recinto era inmenso. Ese día en la sala nos apiñábamos más de quinientas personas.

A la mesa estaban un especialista en antropología, que presentaba el acto, las profesoras que habían trabajado en el proyecto y dos invitados de excepción. El primero era un maestro, casi un muchacho, con semblante alegre y satisfecho al que le cabía el privilegio de ser la primera persona de su comunidad que había accedido a unos estudios superiores. Y por último, en uno de los extremos del estrado, se encontraba un anciano que venía en representación de todos los toba.

En este mismo orden comenzaron a hablar. Se describió la metodología del proyecto, se alabaron los resultados y todo discurrió de manera convencional, pero también emocionada, hasta que le llegó el turno al anciano.

El silencio se vistió de una solemnidad apabullante. Se habían concentrado muchas primeras veces en ese acto, y eso hacía que se saliera de lo común. Sobre todo porque nunca antes un representante de estos indios hablaba en la capital, Buenos Aires. Y no iba a perder el tiempo en contar cuentos, que era lo que de alguna forma se le había pedido.

Aquel hombre comenzó a hablar tranquilo, sin moverse de su silla, con un porte digno hasta el sobrecogimiento. Recuerdo cómo rechazó el micrófono de mano que alguien le acercaba: con un pequeño gesto cargado de una autoridad sencilla y rotunda. Todos los presentes escuchábamos como hechizados. ¿Qué decía?

Se remontó a quinientos años antes con su voz pausada, habló de la muerte lenta de su pueblo. Su voz brotaba del centro de la tierra y era como escuchar a un árbol que tuviera enterradas sus raíces desde el principio del mundo. Su voz nos envolvía, flotaba en el aire, se alojaba en nuestro corazón. Y nosotros escuchábamos y llorábamos, suave, serenamente. Para despedirse habló de esperanza y de dignidad. Su lenguaje era muy poético, con muchas imágenes, como en un castellano antiguo, y no destilaba ni un ápice de resentimiento. Había muchísima fuerza en su aceptación del destino.

Recuerdo cómo el tiempo se detuvo cuando terminó de hablar y cómo tardamos en aplaudir. Fue entonces cuando vimos que todos nadábamos en llanto. Era una sensación muy dulce. Yo era la única española de todos los presentes y de manera misteriosa me sentía representante de una vergüenza y una tristeza tan profundas como si también a mí me llegasen del centro de la tierra.

Entonces la gente que había a mi alrededor comenzó a abrazarme y pude percibir cómo también en ellos había un perdón y una reparación más allá del momento.

Recibí muchos abrazos aquella mañana.

Conservo su emoción como un regalo inolvidable.