Cuento para el Maratón de Cuentos 1999
Había una vez un niño que se llamaba Maratón. Cuando nació, hace ahora ocho años, tenía veinticuatro horas y un poquito. Aunque no negaré que nos cegaba el amor y que para su edad ya era grande, al mirarle dijimos: este niño va a ser gordo. Y tanto.
Todo había empezado una mañana de primavera de unos cuantos meses antes, cuando seguramente los pájaros cantaban, aunque ya no me acuerde. Estábamos reunidas tres amigas: Blanca Calvo, entonces alcaldesa y siempre bibliotecaria, Eva Ortiz, también bibliotecaria, y la cuentista que suscribe. Imaginábamos una Feria del Libro para Guadalajara en la que se contaran cuentos, cuando vino a sobrevolarnos, traviesa, la palabra récord (en nuestro descargo he de decir que por entonces vivíamos el arrollador año 92). Esa misma mañana nos enteramos de que para salir en los libros de los hitos descabellados se necesitaba estar contando sin parar un día entero con todas sus horas. Entonces nos miramos y aquel momento fue el principio del sueño, pues mientras un ojo de cada una preguntaba estupefacto “¿Es una locura?”, el otro le respondía gozoso “Sí lo es, ¿y por qué no?”. Y eso es lo que pasa cuando las miradas brillan, que la sonrisa baila en los ojos y puede ocurrir cualquier cosa.
Maratón vino al mundo en la Plaza del Ayuntamiento con la ilusión y el esfuerzo de muchas y muchos. La gente pasaba y decía: está naciendo un cuento; y se acercaban a escuchar. Escuchaban un rato y venían otros; y nunca se quedó solo, siempre al arrullo de las mantas, las historias, las cerezas y la luz de los ojos.
Es sabido que un nacimiento amoroso y pacífico prepara una infancia feliz. Así que al año siguiente, cuando cambió de casa y se vino con sus madres a vivir al Palacio del Infantado, su tío Seminario (apellidado de Literatura Infantil y Juvenil, para más señas) y su tía Biblioteca le esperaban con ganas de hacer de él un hombre.
Año tras año lo van consiguiendo merced a un fenómeno curioso, mientras las familias en nuestra sociedad cada vez se hacen más pequeñas, la de Maratón crece sin parar. Cada año le salen nuevos parentescos y en este momento, sin exagerar, este niño tiene por familia a la ciudad entera. Y eso sin contar a los amigos y amigas que viajan, algunos de muy lejos, para visitarle en el día de su cumpleaños. Porque aquí cuenta todo el mundo. Además le han nacido cinco hermanos (Maratón de Ilustración, de Fotografía, de Radio, de Radioaficionados y de Televisión) que le acompañan en las cuarenta y cinco horas que dura su fiesta.
Maratón en esos días ofrece lugar para la palabra y el encuentro, alojamiento, un festival, talleres, conferencias, exposiciones, cursos, alegría en la calle, silencio en el Palacio y chocolate con churros. A cambio, recibe de todo aquél que lo visita ilusión, compañía, ideas, aire fresco y más de mil historias. Es un niño que sorprende y se deja querer, aunque a veces dé mucho trabajo, como cualquier niño. Y lo mejor es que siendo tan grande, cada cual puede sentirlo un poco suyo sin por ello dejar de ser de todos.
Maratón recibe nuestros regalos y nos los devuelve en tesoros. Siempre salimos ganando. ¿Qué cuáles son mis tesoros? Poder contemplar la mirada de quien acaba de contar, tan especial, llena de satisfacción y descanso, centelleante como una noche estrellada; y el amanecer, con las caras trasnochadas, casi cómicas, los cuerpos desmadejados y las lenguas tan lentas después de haber pasado la noche en vela acunados por los cuentos. Entonces cambia el azul del cielo y empiezan los pájaros con sus cantos –de éstos sí que me acuerdo, ocho años escuchándolos-.
Gracias pájaros, gracias Maratón.