EL COBERTIZO: Cuarenta y la madre

Cuarenta y la madre

Apuntes sobre la eficacia narrativa del número cuarenta

Con motivo de mis 40 años de oficio, el año pasado anduve mirando la simbología de este número tan redondo. En este escrito voy a dejar algunas de mis pesquisas. Gracias al lenguaje, que es pura metáfora, sabemos que los números significan algo más que su sola función numérica, pues además de lo que se conoce como su aspecto cuantitativo —y que se desarrolla cuando se emplean, entre otras cosas, para numerar, expresar cantidades de todo tipo y hacer cuentas— los números también transmiten valores cualitativos en los que muestran su lado simbólico, más allá de la cantidad que equivalen. Este sentido figurado es el que nos hace decir “no acertó ni a la de tres” o “te lo he dicho más de cien veces”, solo por poner un par de ejemplos. Asimismo lo encontramos en las fórmulas de los cuentos, en las que se repiten episodios, número de personajes, pruebas y tantos otros aspectos de la narración oral. Pues bien, es este carácter poético, por decirlo de algún modo, presente en los relatos y en las conversaciones, el que me interesa resaltar.

En mi libro Contar con los cuentos (Ed. Palabras del candil, 2009), escribí que los números buscan y consiguen una reducción considerable del caos, pues expresan el sentido profundo de la fórmula rítmica que es un relato: El número 1 como génesis. El 2, en la idea de pareja, sugiere la complementación y la comunicación. El número 3 es una constante en muchos relatos: tres los hermanos, tres las pruebas, tres los intentos para conseguir lo que se desea. Como dijo Borges, somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima el número tres. En la mayoría de los cuentos donde aparece el número 3 encontramos el número 4 como salida creativa o cierre de la trama; este último número remarca la idea de lo completo, la perfección de la “trinidad”, la cuadratura del círculo. El número 7 es mágico y alquímico por excelencia y marca en muchas tradiciones los ciclos renovadores. Los números 40 (como extensión del 4) y 1001 son símbolos de lo incontable y tienen el valor genérico de muchos. Cuarenta son las cartas de la baraja, cuarenta eran los ladrones de Alí Babá, como cuarenta fueron los días que pasó Jonás en el vientre de la ballena y Jesús de ayuno en el desierto… Los ejemplos son muy numerosos. Así pues, el narrador oral gusta de los números y los respeta.

Sobre este punto de partida, y aprovechando mi onomástica, continué tirando un poquito más del hilo a propósito de esta cifra, que abunda en festividades de nuestra cultura judeocristiana y en plazos temporales tales como la tristemente célebre cuarentena referida a temas sanitarios y la cuaresma, una época anual del calendario religioso católico.

En el monumental Diccionario de los símbolos de Jean Chevalier y Alain Gheerbrant (Ed. Herder, 2012) se dice que “cuarenta es el número de la espera, de la preparación, de la prueba o del castigo. Los escritores bíblicos jalonan la historia de la salvación dotando a los principales acontecimientos con este número”. Más adelante aporta múltiples ejemplos, entre los que destaco solo unos pocos: el rey David gobierna durante cuarenta años, el diluvio dura cuarenta días, Jesús predica durante cuarenta meses y, ya resucitado, se aparece a los discípulos durante cuarenta jornadas antes de ascender. Por último, subrayo lo que dijo el psicoanalista y homeópata francés René Allendy: Este número marca la terminación de un ciclo. Sin embargo este ciclo debe ir a parar no a una simple repetición, sino a un cambio radical, a un paso a otro orden de acción y de la vida.

Hasta aquí llegaban mis averiguaciones sobre este número, cuando un buen día, a las puertas del salón de actos donde acababa de contar cuentos, me encontré con un pequeño puesto de libros a la venta —descartados de sus dueños, padres y madres de las criaturas que habían venido a escucharme— con el fin de conseguir fondos para la nueva biblioteca del colegio. No pude resistirme, comencé a mirarlos… y acabé tomando en adopción unos cuantos; entre ellos, la antología de Cuentos Populares Azerbaidjanos editada por Anaya en 1985 (¡el libro también celebraba sus 40 años!), en el que, aunque no lo sabía cuando me lo llevé a casa, iba a encontrar todo un mundo de referencias a mi número preferido en ese momento.

El libro, con preciosas ilustraciones de Vladímir Vaguin, despertó mi interés desde el principio, pues además de la selección de cuentos, consta de valiosas notas, un pequeño pero imprescindible vocabulario sobre los términos más comunes que se emplean en los cuentos y un apéndice en el que se describe brevemente el interesante panorama histórico de esta comunidad. Todos los contenidos, así como la traducción del ruso, están a cargo de Isabel Vicente.

Precisamente su último apartado, el Apéndice, fue lo primero que leí, porque necesitaba acercarme a ese lugar tan sonoro como desconocido y sobre el que no tenía apenas noticias. Vi en el mapa que Azerbaiyán (esta es su denominación actual en castellano según el diccionario de la RAE) se encuentra entre Irán y Rusia, un destino histórico marcado durante siglos por estos dos gigantes culturales tan distintos, y casi siempre enfrentados. Los cuentos recogidos en el libro son de la parte entonces considerada soviética, pero con una influencia importante del islam. Cuando se publicó este libro (1984) Azerbaiyán todavía formaba parte de la URSS; fue unos años después, en 1991, cuando el país alcanzó su independencia. Pues bien, esta edición de Anaya es una traducción directa e íntegra de la publicada por la Academia de Ciencias de la República Socialista Soviética de Azerbaiyán en 1956.

En el Índice vi con agrado que no solo se informa del título de cada cuento sino que además aparece el nombre del narrador-informante, su oficio y ciudad de residencia, así como el año y el nombre de la persona que lo había recogido. Gracias a ello supe, entre otras cosas, que de los 29 cuentos incluidos, el más antiguo había sido escuchado y transcrito en 1886 y el más reciente en 1947. Respecto a su temática, casi todos ellos son cuentos maravillosos dentro de la tradición árabe oriental, y se podría decir que algo parecidos a los de Las mil y una noches. Aunque con su propio aroma exquisito y particular, auténtico. Tanto es así que al principio me costó entrar en las historias porque eran muy novedosos los nombres de los personajes, reales y fantásticos, y los detalles de las costumbres que se narraban. Por ejemplo, me sorprendió que en las luchas o castigos se recurriera con bastante frecuencia a la decapitación y me parecía que los personajes no paraban de cortar cabezas sin que mediaran otras situaciones intermedias tales como puñetazos, cárcel o cosas por el estilo. Por el contrario, los enamoramientos a veces eran unos flechazos tan intensos que el protagonista llegaba incluso a desmayarse. En fin, otro mundo.

Pasado ese primer impacto, digamos cultural, de la lectura, cuando pude entrar en sus códigos y dejar a un lado mis prejuicios, empecé a disfrutar mucho de los cuentos. Tanto es así, que según acabé el último, comencé a leer de nuevo el primero, sin ninguna pausa intermedia. Esto debido a que cuando había conseguido sumergirme en ese ambiente que retrata tan singular, ya llevaba mediado el libro, de modo que necesité una relectura inmediata para poder disfrutar de todos los cuentos por igual, también los del principio.

Entonces, de pronto, tomé conciencia de la cantidad de veces que se nombraba en diferentes circunstancias el número cuarenta. Las referencias que más se repetían eran utilizar cuarenta días como plazo establecido por el tirano, o bien demandado por el héroe, para cumplir una misión peligrosa, así como era el tiempo que se tardaba en llegar a un destino muy lejano o lo que duraba la lucha sin descanso contra un adversario sobrenatural. También era una constante que todas las bodas de los protagonistas de alto rango fueran invariablemente de cuarenta días con sus cuarenta noches (la de los personajes secundarios solo duraban siete, así es la vida de los números subjetivos…).

Esta lectura fascinante me llevó a conocer a la yegua de los cuarenta potros, siempre cachorros, pues la leche de su madre da la eterna juventud, y al enorme ave Zumrud que transporta al héroe a un lugar tan lejano que para alimentarse en el viaje necesita llevar en su lomo 40 odres de agua y 40 bueyes desollados, uno para cada día del viaje. También supe de palacios tan lujosos e inmensos como aquel se encontraba en elcruce de cuarenta caminos, o el que tenía una escalinata con cuarenta peldaños de mármol por donde bajaba como una reina la hija del padischá para recibir a sus invitados, o ese otro de cuarenta aposentos con sus puertas correspondientes, en las que detrás de cada se encontraba un sirviente esperando a que alguien la abriera para entregarle cuarenta monedas de oro.

Conocí que esta cifra además otorgaba la medida de algo muy profundo, como el pozo de cuarenta metros, un camino directo para poder hablar con tus antepasados, si te tirabas por él; extenso, como el maravilloso jardín guardado por cuarenta dives de siete cabezas; e importante, como el mercader jefe de una caravana de cuarenta mercaderes o la hija del gobernante que tenía una corte de cuarenta muchachas, muy semejante al paraíso. Asimismo reflejaba la magnificencia de un hombre que como recibimiento al hermano tantos años ausente, manda preparar cuarenta calderos de comida para poder invitar a toda la ciudad; o lo imponente de las cuarenta cargas de leña necesarias para hacer un fuego que te transporte al otro mundo.

En honor a Alí Babá (que no aparece ni por asomo en ninguno de los cuentos) ahí estaban los cuarenta pícaros desplumando sin compasión al hijo que acaba de perder a su padre, llevándose incluso los muebles y alfombras de la casa; y el inocente patán, protegido por una banda de ladrones, acusado injustamente por haber robado cuarenta calcetines de lujo. Por no hablar del sorprendente padischá de los cuarenta calvos —todos ellos gentes muy pobres aquejados de tiña, de ahí la calvicie— que administraba justicia con sabiduría en los bajos fondos de la ciudad y que acaba salvando al héroe.

Para terminar el viaje alrededor de esta cifra solo falta contar la satisfacción que tuve al leer una de las historias con un parecido a nuestro “Barbazul”, titulada Cuento de las tres hermanas, en la que el protagonista malvado (y caníbal, además) es un derviche que entrega a las sucesivas esposas las llaves de las cuarenta habitaciones que tiene su palacio, pero con la prohibición expresa de no entrar en la última, la que hace el número cuarenta. Cuando la hermana menor la abre, en ella encuentra a sus dos hermanas mayores exánimes, colgando clavadas a la pared por las trenzas (¡qué imagen tan poderosa!). Juntas consiguen huir, pero el malvado derviche no se dará por vencido, aunque haya pasado mucho tiempo.

Y por último, para hacer honor a la expresión “cuarenta y la madre” del título, aquí dejo este breve fragmento de El cuento de Jatem, en el que la heroína narra su novelesca vida: A los diez días llegamos a este lugar donde se cruzan cuarenta caminos, y el derviche empezó a construir un palacio como si sacara de bajo tierra el dinero para las obras. Transcurrido algún tiempo, noté que iba a ser madre. A los cuarenta días me nació un hijo. Cuando el niño cumplió cuarenta días, el derviche me lo quitó para criarle él. Así vivíamos: él cuidando de la criatura y yo llorando mi pesar.
¿Acaso a estas alturas alguien duda de que ese intervalo de cuarenta días que median entre saberse embarazada y que naciera su hijo no sea un plazo mágico más que numérico?

Solo resta decir que mi ansia de saber sobre el número cuarenta, con la lectura de estos maravillosos cuentos, había quedado al fin completamente satisfecha.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *