Texto publicado en la revista Ñaque, nº 13
“Tiene más cuento que Calleja”, “No me vengas con cuentos”, “Todo acabó de cuento”, “Era como un cuento”, “Esto no es cuento”… Nuestra vida cotidiana está plagada de referencias hacia los cuentos, todos sabemos de Caperucita, Barba Azul, la Ratita Presumida y el gallo Kiriko, por sólo citar algunos de los muchos personajes conocidos, y también todos hemos disfrutado en algún momento de leer o escuchar un cuento.
Las historias rodean a la vida, ya que cada uno de nosotros es el protagonista de su propio cuento. Entonces, no es de extrañar que nos sintamos fascinados por los relatos, pues en ellos hallamos claves y enseñanzas para realizar la apasionante tarea, impuesta siempre sin manual de instrucciones, que es vivir.
Así que, en el principio lejano de cuando la escritura todavía no existía, no nos cuesta ningún trabajo creer que también nuestros antepasados se acunaban con cuentos. De hecho, los primeros textos escritos que se conservan, casi todos de autor desconocido, relatan historias mucho más antiguas que ya circulaban de boca en boca. Toda literatura escrita parte de estas primeras manifestaciones orales, y aunque haya llovido mucho desde entonces y la escritura haya creado su propio lenguaje, las historias de viva voz siguen interesándonos y emocionándonos.
Todos los cuentos populares que ahora encontramos escritos gracias al trabajo esforzado de recopiladores y estudiosos, en su origen han sido orales y por lo tanto han sido ensayados, probados, con garantía muchos de ellos de siglos, como contables, y únicamente depende del gusto del narrador el que sean contados o no. En cambio el cuento literario, de autor, no siempre encaja en la dinámica oral: o es muy largo, en exceso descriptivo, o tiene una trama insignificante, demasiado cotidiana, o su lenguaje es tan hermoso y preciso que resulta imposible separar lo que se dice de cómo se dice, y por lo tanto, sería necesario aprenderlo de memoria para no traicionar al texto. De la misma forma que es imposible contar un poema. El poema se dice, se recita tal cual, porque sus palabras están medidas, todas son imprescindibles. Por esta razón, en la práctica no todos los cuentos literarios pueden ser contados, y la mejor prueba para saberlo es precisamente pasar su argumento por nuestra boca. ¿Cuántas veces nos hemos visto torpes y sorprendidos al comprobar que se nos hacía poco menos que imposible contar una novela o una película a algún amigo?
Por la sencilla razón de que el cuento –y a partir de ahora cuando me refiera a él habrá de entenderse como cuento oral, cuento hablado- está vivo, es decir, se recrea cada vez que se cuenta, y su lenguaje es el del narrador, son sus palabras las que sustentan la trama. “En el principio fue la acción” dijo Fausto, y así es también en los cuentos, en los que lo que pasa prima sobre cualquier otro interés y el cómo acaba exige el broche necesario para la satisfacción del oyente. Por eso no podemos olvidar la diferencia que existe entre las demandas de un supuesto público lector, a las respuestas directas de los escuchadores de un cuento. Dicen que la madre de Goethe era famosa como cuentista y su encanto residía en que, además de desgranar bellas historias, adivinaba certeramente el final que latía en el corazón de sus oyentes, y así lo contaba.
Nuestra cultura gira alrededor de “lo escrito”, todos creemos que cualquier concepto pasado a un papel se vuelve más perdurable (increíble la cantidad de profesionales que existen únicamente ocupados en manejar documentos de toda índole), y sin embargo es en estos momentos de comunicaciones tecnificadas, cuando la afición por los relatos “en directo” ha resurgido con fuerza, ¿Una coincidencia o una necesidad?
Una afición que ha existido siempre gracias a los abuelos y abuelas, a las maestras y maestros, a los padres y las madres que permanecieron fieles en cualquier época a las miradas infantiles que demandaban historias:
“¡Niño de rostro sereno y apacible
de ojos de mil maravillas soñadores!
Aunque el tiempo se vaya desvaneciendo,
y la vida nos aleje uno del otro,
tu cándida sonrisa seguirá clamando a voces
el espléndido regalo de amor de un cuento de hadas” 1
Pues bien, actualmente en nuestro país el cuento ha rebasado las fronteras íntimas y familiares, y ocupa espacios tan públicos como bibliotecas, centros culturales, teatros, bares de copas, parques y plazas. Y eso no es todo, el público exclusivo de los cuentos ha dejado de ser el infantil, y cada vez somos más los adultos a quienes nos gusta escuchar historias.
Entonces, ¿el cuento está de moda? Es posible que así sea, pero no olvidemos que con este movimiento, únicamente ocupa el lugar que culturalmente siempre ha merecido. No hay peligro de que la moda pase: nos gusta demasiado escuchar, fabular, imaginar, “vivir la vida que otros soñaron”, como dijo Unamuno a propósito del leer.
Contar cuentos es un acto colectivo en el que tan importante es quien habla como quien escucha. Así, un fenómeno de narración oral milagroso como el Maratón de los Cuentos de Guadalajara, gusta verlo enmarcado en un saber más amplio: es el anhelo que tenemos los humanos de reunirnos, frente al individualismo y la soledad, y de escucharnos las cosas de primera mano o mejor, de primera boca, frente a la cultura llena de intermediarios. Además, produce mucho gusto que, ante el imperio de los medios técnicos y la sofisticación artística y económica, surja un espectáculo sencillo, primario, sin otro apoyo que la voz y el cuerpo y alma del narrador.
Este fenómeno de crecida en el interés por los cuentos ha llevado a una profesionalización que en nuestro país se encontraba perdida, y que sin embargo, ya existía en otros lugares como Francia y Estados Unidos desde hace muchos años. Profesionales del cuento, contadores, narradores orales, cuenteros, cuentacuentos, cuentistas… Muchos nombres para una sola actividad. Personalmente prefiero la palabra cuentista, directamente emparentada con la palabra cuento, porque me resulta retador tomar una palabra que en su uso cotidiano tiene connotaciones negativas –ser cuentista es poco menos que ser trolero, mentiroso -, para volver a colocarla en su sitio.
Este es un oficio, el del cuentista, absolutamente libre, por tanto a la variedad de nombres para designar la actividad, hemos de añadir, por fuerza, la variedad de estilos a la hora de contar. ¿Cuántos? Tantos como narradores, y creo que no es exagerado; o al menos así debería ser.
Quien cuenta está en contacto con sus sentimientos, sus reflexiones y sus propios recuerdos frente a la historia; su instrumento de expresión, el cuerpo y la voz, se ponen al servicio de una motivación íntima. Las personas somos diferentes, por lo tanto no es de extrañar que nos expresemos también de distinta manera; eso sí, cuanto más afinado se encuentra nuestro instrumento – cuanto mejor conocemos nuestros recursos expresivos y más osados nos mostramos para ampliarlos, cuanto más en contacto nos encontramos con nosotros mismos y mejor nos conocemos emocionalmente- más precisas y afinadas serán las notas que pueden salir de él. Por último, al igual que en los demás oficios, la práctica continuada y reflexiva es la clave del perfeccionamiento. El que cuenta sabe que la mitad de su cuento ha de buscarla en los ojos y oídos de quienes escuchan.
Esta variedad de estilos nos permite disfrutar de narradores que cuentan sentados, en el más puro hacer de nuestros abuelos y de otros que se mueven y gesticulan generosamente; podemos ver a los que incorporan elementos en su indumentaria y a los que se presentan tal cual, a los que se apoyan para narrar en la utilización de objetos, a los que cantan o tocan un instrumento musical, a los que presentan libros y animan a leer… Unos se sienten más seguros contando para adultos, otros para adolescentes y otros para niños. Unos cuentan sus propios cuentos y otros historias de todas las culturas y autores. Todo vale, si no se pierde de vista a la palabra como única protagonista de la historia y si la forma de expresión es auténtica.
Aunque los profesionales seamos importantes para que se siga disfrutando de los cuentos, cualquiera puede narrar un cuento. Eso sí, como requisito indispensable la historia ha de gustarnos exageradamente y ha de habernos emocionado en alguno de sus aspectos, para que de esta forma exista una necesidad, yo diría urgencia, de comunicarlo.
Ese instante hace que quien cuenta y quienes escuchan se olviden por un momento de sí mismos. Es por lo que los cuentos nos salvan de la muerte aunque sea de forma temporal. Y si no, que se lo pregunten a Sherezade.