Elogio de la tarjeta postal

Artículo publicado en el número 29 de la revista cultural Platea

Escribo postales para mis hijos o para algún amigo y a la vez que disfruto de ese hábito soy consciente de mi anacronismo. Pero fui educado para ver y tocar las cosas de cerca. Y escribir a mano un nombre querido en el reverso de una postal, pegarle el sello, dejarla deslizarse en el buzón, son placeres a los que no me gusta renunciar, sobre todo cuando pienso que la postal encontrará su camino en la lejanía…
Antonio Muñoz Molina

La primera tarjeta postal se editó en Prusia en 1869, y en menos de un mes se vendieron más de un millón y medio. El invento, una tarjeta franqueada sin sobre, se extendió muy rápido por Europa y Estados Unidos. Luego, pasados los años, muchos otros medios de comunicación entre las personas vinieron a ser más eficaces, de manera que la tarjeta dejó de tener la repercusión social que disfrutó en su origen. En la actualidad, su uso se mantiene gracias a los grabados con que al poco de su creación comenzó a adornarse su reverso, y que hacen de ella un objeto bello y dispuesto para el recuerdo. A las personas que, como dice Muñoz Molina, hemos sido educadas para ver y tocar las cosas de cerca, todavía nos resulta emocionante su sencillez y eficacia expresivas.

La tarjeta postal no tiene misterios: una cartulina, con un grabado en una de las caras, que circula por correo sin necesidad de sobre. Un objeto que, sin embargo, participa de la magia de los pequeños milagros: una cartulina desnuda e indefensa que viaja sin extravíos por cualquier parte del mundo. A propósito de este tránsito sorprenden muchas cosas, entre otras, el poco dinero que se necesita para tanto viaje y la cantidad de manos por las que pasa un objeto tan nimio –en la mayoría de los casos sin perderse- hasta llegar a su destinatario. Puro milagro humano.
La palabra postal trae a la mente de forma inmediata la idea de un viaje. La persona que escribe cuenta algo nuevo que ha ocurrido en su vida, un paisaje, una ciudad, un museo. Y en ese nuevo estado del que disfruta, se acuerda del que será el destinatario de su mensaje. Esa es la razón por la que también lleva implícita la mayoría de las veces la palabra “afecto”. Alguien se toma la molestia –y según en qué lugares puede ser bastante grande- de conseguir la tarjeta postal, un sello y encontrar un buzón donde depositarla o, en su defecto, abandonarse a la confianza de quien asegura que lo hará en nuestro nombre.

La propia palabra –postal- ha viajado mucho a través de la historia. Así nos lo cuentan Alberto Buitrago y Agustín Torijano en su Diccionario del origen de las palabras: “Antiguamente, antes de que nuestras cartas viajaran en coches, trenes, barcos y aviones, se llamaba posta, término llegado al español desde el italiano y procedente del latín posita, femenino de positus, “puesto”, a cada uno de los grupos de caballos situados en diferentes puntos de los caminos y que estaban dispuestos para relevar a los que habían corrido hasta allí –de aquí, con influencia del catalán, la palabra correo- con los carros que transportaban la correspondencia. Hoy sólo conservamos este antiguo significado en el adjetivo postal, referido a la tarjeta o a la propia institución de Correos”.

Así pues, la postal tal como la conocemos en la actualidad –con una imagen o dibujo en uno de sus lados- va casi siempre unida a un viaje, es decir, se escribe desde un lugar y en el reverso hay alguna representación visual de ese lugar. Cuando la dicha de lo novedoso o la nostalgia por los seres queridos inunda al viajero, éste necesita compartir y acortar las distancias a través de una postal que viajará cargada de emoción. Un conjunto que tiene dos “caras”: lo que se dice y lo que muestra la ilustración. En un tiempo en que las fotografías eran raras, la postal era la mejor manera de acercarse a un paisaje a pesar de la distancia. Y estas representaciones, informativas e idílicas, son el motivo de colección de casi todos los aficionados a las postales. No es de extrañar, ya que sus temas son muy variados y curiosos. Sin embargo, el amante familiar de las postales valora en una tarjeta tanto o más que su imagen el hecho de la persona que lo escribió y lo que se dice en ella.

Son frecuentes en el texto postal los comentarios a propósito de la imagen que se envía: aquí he estado, a la izquierda se ve, detrás de tal edificio, como puedes ver… Sobre cualquier cosa que se diga a propósito de la ubicación en la postal, siempre se impone un “yo estuve aquí”. Comentario que lleva a imaginar al viajero alcanzando los diferentes lugares de su itinerario y deseoso de que el destinatario se ponga en ese lugar y lo vea.
Desde sus inicios, estas reproducciones de lugares que se encuentran en las postales han impuesto estéticamente una manera muy romántica de ver las cosas, en la que se muestra sólo lo considerado como bueno, bonito o “presentable”. Así, las imágenes de vistas panorámicas, primeros planos de plantas, animales, personas y celebraciones suelen estar muy idealizadas. A fuerza de familiarizarnos con esa manera de ver, no sorprende que en el lenguaje coloquial se diga de algo llamativo o bello que es “de postal”. Los escritores tampoco han podido sustraerse a tal tópico. Oliverio Girondo, a propósito de Venecia, dice que allí se respira una brisa / de tarjeta postal. En estos versos, la postal no sólo transmite una imagen del lugar sino también un olor, una sensación. En esa brisa tan agradable que parece de tarjeta postal va implícito, una vez más, el gran poder fascinador de la palabra.

Si bien la postal, como hemos dicho, forma un equipo indisoluble de texto e ilustración, no quisiera detenerme más a propósito de sus imágenes, pues prefiero observar el tipo de lenguaje que genera este soporte tan limitado. Un mensaje que por fuerza ha de ser breve y personal, donde se da por hecho que no hay apremios de tiempo ni necesidad de grandes intimidades; ya que si el remitente quiere rapidez, largas explicaciones o declarada privacidad, sin duda buscará otros canales para comunicarse.

La limitación de espacio en la postal -sólo se puede escribir en una cuarta parte de su espacio total- imprime un estilo característico. El escritor de postales quiere contarlo “todo” en muy poco sitio, y eso hace que sea narrativo y conciso a la vez. Sí, es divertido ver en algunas tarjetas su distribución abigarrada, avara con los espacios en blanco, toda entera llena de texto –y más si son varios los que escriben- en contraposición al texto minimalista y esencial que podemos observar en otras. A propósito de que sean varios los que escriben en una misma postal, quién no recuerda haber estampado su firma o poco más en una postal que ha sido pasada rigurosamente por turno a todos los integrantes del grupo viajero. Entonces, muchos comentarios que se escriben tienen que ver con esa circunstancia: me han dejado sin espacio, los demás ya lo han dicho todo o frases por el estilo. Esta forma colectiva y desenfadada, resultado de la no intimidad manifiesta de la tarjeta, aporta unas mezclas de escritura muy variopintas. Ahí radica una de sus bellezas esenciales: de qué manera la firma es suficiente, de cómo con una sola firma ya se está diciendo todo: “te recordamos y estamos dispuestos a esforzarnos hasta el punto de hacerte llegar nuestro saludo”.

Por mucho que el texto postal quiera ser lo más completo posible, describiendo lugares, situaciones, acontecimientos y estados de ánimo, el espacio disponible le hará quedarse forzosamente a mitad de camino. Entonces, frente a aquel que aspira a decirlo todo con un texto apiñado, también se encuentra quien se rinde a la brevedad y elige dar ligeras pinceladas. “Aquí todo es como más grande” fue lo que leí en la postal que me envió un amigo con motivo de su primer viaje a Estados Unidos. Eso sí, con una imagen despampanante llena de rascacielos. Un poco más allá de este mensaje –un texto lacónico y no exento de humor-, se encuentran los textos también muy breves donde priman las enumeraciones construidas con frases cortas o sólo palabras: “paseos, baños fríos y días guapos”. Recurso que produce una impresión del momento rápida y vivaz.

Tanto si el texto es breve o prolijo en detalles, al igual que las imágenes que se retratan por el otro lado, será con toda seguridad un relato idealizado. ¿Quién y en qué circunstancias tiene ánimos para mandar una postal con malas noticias? Como si hubiera una contradicción intrínseca, pocas veces las peripecias narradas en la tarjeta son malas o desagradables; y si así lo fueran, el escritor de postales ya se encargará de sacarle un comentario jocoso o irónico a lo ocurrido. La postal vive la mayoría de las veces al margen de eso que llamamos cruda realidad. Es su limitación, dirán algunos; ahí es donde reside su máximo encanto, dirá el resto. Oh, tarjeta postal, emisaria siempre de buenas noticias.

Aclaremos que en su origen, la postal se popularizó debido a su bajo coste, pues era necesario pagar menos franqueo que para la carta, y en aquella época seguro que, llegada la ocasión, viajarían con malas noticias. Incluso en época más moderna encontramos un ejemplo en estos versos de Raymond Carver:

Sobre el escritorio, una postal de mi hijo
desde el sur de Francia. El Midi
lo llama él. Cielos azules. Casas hermosas
con montones de begonias. Sin embargo,
está en la ruina, necesita dinero enseguida.

En efecto, también la postal cumple con una misión prosaica cuyos mensajes carecen por completo de exotismo: concretar una cita, manifestar una excusa o un agradecimiento, saludar por compromiso, hacer una sugerencia comercial o, sencillamente, como hemos leído en el poema, formular una petición. En todos estos casos, la falta de espacio no será un problema, más bien al contrario, facilitará la sintaxis al que escribe.

Pero dejemos atrás estas atribuciones prácticas de unas tarjetas que por sus características no suelen necesitar sello en el reverso, y por lo tanto, pueden prescindir de su adjetivo “postal”. Y volvamos de nuevo a las tarjetas que se lamentan de su falta de espacio y en las que el conjuro más común incluye la promesa de que “a la vuelta, ya te contaré con más detalles”. Como dice Wislawa Szymborska en estos versos del poema “Elogio de mi hermana”:

Mi hermana cultiva una buena prosa hablada,
y toda su escritura son postales de sus vacaciones
con textos que prometen lo mismo cada año:
que cuando vuelva,
me contará todo,
todo,
todo.

En ocasiones, la postal sólo se deja contar lo esencial. Un mensaje que podríamos llamar básico, sencillo y afectuoso, que no se esfuerza por rodearse de detalles. En este caso, en primer lugar se incluyen las comunicaciones románticas, siempre tan aficionadas a las afirmaciones absolutas: te quiero, te echo de menos, estoy bien, me acuerdo de ti:

POSTAL
Estoy pensando en ti.
¿Qué más puedo decirte?
Las palmeras de esta tarjeta
son una ilusión, también la arena rosa.

Margaret Atwood

Tanto si el escritor de la postal se plantea la brevedad del texto como obligada o elegida, en cualquier caso no puede sustraerse a una mínima apreciación artística. Ya que, aunque sea de manera inconsciente, el poco espacio disponible siempre le invitará a la sutil tarea de distribuir sobre el papel trazos y letras de manera imaginativa, centrada, legible y armoniosa. Pues al margen de la comunicación en sí de las palabras, existe un aspecto estético que explora su disposición sobre el espacio en blanco y que se deleita con el dibujo que generan sobre el papel. No es nada nuevo, un recurso tan antiguo como la propia escritura.

Salvo en los casos más románticos, de un amor manifiesto, el escritor de postales se muestra cauto pues sabe que una postal está sujeta con toda probabilidad a las miradas ajenas. No es de extrañar, pues, que este formato donde está tan fácil sentirse observado le sugiera una forma de comunicación ligera, desenfadada, poco cargada con detalles biográficos. Así, una postal se convierte en un lugar idóneo para transcribir o crear un poema, una cita, un dibujo, una broma. O incluso un mensaje cifrado, pues también como consecuencia de su no confidencialidad, quien escribe será dado a incluir términos y guiños privados que sólo conozca el destinatario.

A propósito de la creación de poemas dentro de las postales, hace unos meses tuve la oportunidad de charlar con un grupo de mujeres, ya mayores, de Iniesta (Cuenca) que me contaron cómo en sus años mozos era un buen regalo de cumpleaños mandar una tarjeta postal a la mejor amiga. El ingenio del mensaje también formaba parte del regalo, pues el texto, en verso, se lo inventaban para la ocasión. Muchas de ellas todavía recordaban aquellas coplas que tantos años atrás escribieron para sus conocidos. Esta, una de las que tuve la suerte de escuchar aquella tarde, es de Consolación Soriano:

Por comprar esta postal
me he quedado sin dinero.
Ya te puedes figurar
lo mucho que yo te quiero.

Quien escribe la postal quiere compartir su vivencia y por eso al igual que acerca el espacio al destinatario, con la elección de la ilustración y sus descripciones, también quiere acercar el tiempo. El tiempo, en unos casos, meteorológico: hace tanto calor, hace mucho frío, mucho viento, no ha parado de llover… Y en otros, cronológico: estaremos más días, menos, nos queda tanto, después iremos a…

Y a propósito del tiempo, he aquí otra frase muy común en los textos postales: “tal vez yo llegue antes que la postal”. Como si el remitente diese por perdida la carrera entre él y la postal, pues es posible que haya dejado el envío para el último momento antes de su vuelta, y con esta frase advierte lo tarde que va a llegar, pero que no ha renunciado a mandarla, seguro como está de que siempre, siempre, será bien recibida. Mejor tarde que nunca es una creencia de oro también en el lenguaje postal. En todo caso, aún cuando se haya mandado con diligencia, la postal vuela tranquila y el tiempo en ella discurre lento e impreciso. El momento de su llegada, a pesar del buen funcionamiento de Correos, es impredecible. Eso sí, aunque no importa demasiado cuánto tarde en aparecer en el buzón, el hecho de que llegue se desea imperiosamente. Con frecuencia se lee en una postal, casi como una plegaria, “ojalá llegue”, un deseo que el escritor ha pensado con tanta vehemencia, que no ha podido evitar escribirlo.
Ahora, he aquí una pequeña lista de rarezas muy comunes referidas al intercambio postal que nos ocupa: la postal que llega sólo con una firma, sólo con un dibujo, un garabato, una cita, un recorte de periódico. La postal que se manda desde la propia ciudad después de haber vuelto del viaje, la que se da en mano o a través de un tercero y se dibuja en ella el matasellos –casero- que lo avale; la postal que se escribe delante del destinatario y se entrega. La postal que se escribe a la persona que se ve casi todos los días, la que se escribe para aliviar a un enfermo, para declarar un amor, para animar a un triste, para alegrar a cualquiera. La postal que forma parte de una mandada “masiva” a todas las amistades y que, por supuesto, carece de todo interés publicitario. Y aquella que forma parte de una serie de postales que se envían escalonadas en el tiempo y que son para quien las recibe una causa de regocijo diario y miradas compulsivas, también diarias, al buzón. Aquí el lector de este escrito puede recordar su propia experiencia y así ampliar el inventario incompleto que nos ocupa.

Para finalizar este listado excéntrico, me detendré brevemente en una costumbre más extendida de lo que se piensa: entre los entusiastas de las postales escritas también se encuentran aquellos que se las envían a sí mismos. Un amante del texto postal no puede comparar el valor de una postal en blanco con otra que, hasta llegar a su buzón, ha sido curtida por los avatares del destino. Los motivos que mueven a tan curiosa práctica son muchos. El emisor lo utiliza a modo de comprobante, pues piensa que, en el caso de haber mandado a la vez también a otras personas, así sabrá, a juzgar por cuándo lo recibe él mismo, cuándo le llegarán al resto. Una estrategia un tanto ingenua y en absoluto científica, como todo lo que rodea al hecho y a los tiempos postales. Vaya otra razón incuestionable: nadie mejor que uno mismo puede mandarse la postal más de su gusto, tal vez la más atrevida, la más rabiosamente fea, la más peculiar o esa que ni nuestro mejor amigo imagina que nos gustaría tener. Y para terminar este rosario de razones que intentan explicar esta práctica, he aquí la más nostálgica: el destinatario no quiere olvidar ese momento tan especial que le ha impulsado a escribirse, de manera que a su vuelta la postal hará los efectos de un “volver de nuevo”, como si en su sola contemplación estuviera implícito un constante recuerda (esas olas, esa paz, ese tiempo compartido), recuerda, recuerda…

La paloma mensajera
jefa de la sucursal
en el pico tiene un sobre
y en el sobre una postal.

María Elena Walsh

Tal vez una de las metáforas más extendidas para designar al correo postal sea llamarlo paloma. Es una paloma mensajera quien en un principio, de forma poética, lleva el mensaje, como en los versos de más arriba; y al final termina denominándose paloma al mensaje mismo. Así comienza el hermoso poema de Miguel Hernández titulado “Carta”:

El palomar de las cartas
abre su imposible vuelo
sobre las trémulas mesas
donde se apoya el recuerdo…

Y si por fortuna la paloma puede salir volando, este es el deseo, cumplido en la mayoría de los casos, del escritor de postales, tal y como nos dice la canción: Si a tu ventana / llega una paloma, / trátala con cariño / que es mi persona.

El formato postal suele ser muy bien recibido en el buzón. Es un rayo de luz, una llama de colorido entre tantos sobres tristes preñados de documentos impersonales. No importa que el texto sea corto, pues es de puño y letra y de alguien querido. Un objeto físico que acompaña, que se puede releer, colocar en lugar visible y traer y llevar como se quiera:

Al recibir una postal
largamente esperada
de un poeta al que quiero
(…)me emocionó mucho
saber de él.

W. C. Williams

El destinatario es feliz tan sólo por recibir la tarjeta. A la postre, es el objeto mismo el que acompaña y no tanto lo que pueda decirse en él. Tal vez por esta razón, la postal no parece que sea una cosa que apetece tirar y está llamada a guardarse, arrinconarse, perderse en una caja o refugiarse entre las páginas de un libro. Y más tarde o más temprano acabará por volver a la luz. Es inevitable, todo lo que la rodea habla del paso del tiempo. Como consecuencia de este hecho incuestionable, he aquí la tercera palabra que se asocia al término postal, junto a las ya mencionadas de viaje y afecto: nostalgia. La postal, objeto presto para el recuerdo donde los haya, tiene la particularidad de hacerse vieja en muy poco tiempo, se diría que envejece casi antes de llegar, pues al instante de recibirla, ya es pura evocación de las personas, de los lugares y de los momentos compartidos. En el poema titulado “Canadá”, José Emilio Pacheco, al hablar de su marcha de este país escribe:

El peso de la nieve que hace visible la caída
del tiempo,
un jardín de cristal bajo las luces
de la lluvia nocturna,
serán acaso en la memoria tu olvido:
un arcón de postales marchitas y
mapas que se rompen de viejos.

Muchos de los lectores de este escrito tal vez añoren esa apertura gozosa del buzón, y para ellos se me ocurre un dicho que escuché a mi abuela, “todos los aires quieren correspondencia”, doblemente bello referido al tema que nos ocupa, pues correspondencia es como se denomina al propio correo postal. Corresponder al objeto postal es responder a quien nos lo ha enviado. Por eso la mejor manera de conseguir una postal en nuestro buzón será que nosotros mismos comencemos a enviarlas a las personas que queremos. Tal vez ese gesto sencillo y generoso llene, andado el tiempo, nuestro buzón de “correspondencias”.

En definitiva, la comunicación afectuosa entre las personas es nuestro mayor tesoro, y la humilde postal contribuye a ello de una manera muy hermosa. Así pues, y para terminar este elogio, queden en el aire las palabras cargadas de sentimiento del poema antes mencionado de Miguel Hernández:

Cartas, relaciones, cartas:
tarjetas postales, sueños,
fragmentos de la ternura,
proyectados en el cielo,
lanzados de sangre a sangre
y de deseo a deseo.