El ruiseñor de Machado

Conferencia con motivo de la presentación de la película documental «Los mundos sutiles», sobre la vida y obra de Antonio Machado, del director Eduardo Chapero-Jackson, con motivo del V Certamen de Cine Lento organizado por Contrapicado Films y El Rincón Lento

Dramático destino,
triste suerte
morir aquí
paz
y después…
perdido,
abandonado
y liberado a un tiempo
(ya sin tiempo)
de una patria sombría e inclemente.
Ángel González, Camposanto en Collioure.

Pensar en los últimos episodios de la vida de Antonio Machado siempre provoca en mi ánimo una sensación de desasosiego. Estoy convencida de que a la mayoría de las personas les produce una íntima repugnancia la muerte de cualquier poeta, bien sea por falta de cuidados o, lo que es mucho peor, de forma violenta. Los poetas son seres pacíficos en su mayoría que ejercen como altavoces de su comunidad gracias a la capacidad que tienen de expresarse con convicción por medio de las palabras. En muchas tradiciones esta voz del rapsoda está asociada a ciertos animales que destacan precisamente por su canto. Así, a veces, al poeta se le ha comparado con las cigarras, cantoras incansables del verano que derrochan a lo largo del día su cantinela mientras las hormigas acarrean las provisiones. Estos insectos podría decirse que son la música del paisaje, por más que este sea áspero y reseco, por lo que, al contrario de lo que cuenta la conocida fábula de Esopo, justo sería pensar que las hormigas han de sentirse agradecidas en su fuero interno por tan generoso acompañamiento. Sin embargo, como tantas veces demuestra la historia, no siempre ha sido así.

Identificaciones entre el canto de un animal y el del rapsoda se han repetido a lo largo de la literatura, y es por eso que en diferentes culturas y contextos narrativos, además de cigarra el poeta ha sido cuervo, alondra, corneja, mirlo, grillo y unos cuantos animales más. No obstante, en lo que a la intensidad de las referencias literarias y simbólicas se refiere [1], por encima de los otros animales, el rapsoda ha estado y está hermanado con el ruiseñor. Te amo tanto / que como ruiseñores dice Carlos Edmundo de Ory en unos versos que sin duda son el ejemplo de esta asimilación entre poeta y pájaro llevada al extremo: me trago ruiseñores para poder cantar mi amor por ti tan bien como lo harían ellos. En este fragmento del hermoso poema que Yorgos Seferis le dedica a Eurípides, el ruiseñor es símbolo del cantor:

Ruiseñor pudoroso, en el aliento de las hojas,
tú regalas la música rocío del bosque
a los cuerpos separados y a las almas
de quienes saben que no han de regresar.
Voz ciega, que en la memoria anochecida rozas
pasos y gestos –no oso decir besos-
y el amargo tumulto de la esclava enfurecida.

Es posible que la alusión que hace el poeta a “la esclava enfurecida” tenga su origen en la historia de la mitología griega que cuenta cómo, tras muchos avatares crueles, una muchacha convertida en esclava llamada Aedón, su hermana y su cuñado acabaron transformados en pájaros. Quelidón [2], que así se llamaba la hermana, echó a volar convertida en golondrina; su marido, el malvado de la historia, en abubilla; y ella, Aedón, en ruiseñor. Esta historia etimológica evidencia el momento en el que la palabra aedo, que en griego significa ruiseñor, comenzó a utilizarse además para denominar a los rapsodas y cuentistas, al identificarse el triste canto de la muchacha con el del poeta. La primera referencia escrita de esta historia mítica se puede leer en la Odisea, lo que da prueba de su antigüedad y del grado de difusión que presumiblemente gozaba por entonces [3].

No sabemos con seguridad por qué este animal pasó a designar a los cantores, si bien es probable que fuera por el contraste que hay entre su aspecto poco vistoso y tímido y su espléndido canto, rico en notas y matices. Sea por lo que fuere, identificado como símbolo de la voz humana, física y figurada, este animal ha dejado su rastro en numerosas manifestaciones plásticas, musicales y literarias a lo largo de miles de años; y no solo en nuestra tradición grecolatina, pues sirva como ejemplo saber que Buda, según cuenta la leyenda, consideraba a este animal una parte resonante del paraíso; y que chinos y japoneses lo consideraron imagen de la armonía y el equilibrio.

Mientras releía la obra de Antonio Machado y reflexionaba sobre su destino, así como también recordaba la suerte trágica de Federico García Lorca y Miguel Hernández, por hablar de los tres grandes ruiseñores de nuestra historia reciente, pensé que ese desasosiego tal vez se deba, entre otras importantes razones, al rechazo que produce en nuestra cultura dar muerte a los pájaros que cantan, en especial a los ruiseñores. Estoy convencida de que existe una prohibición tácita de hacerlo, por lo que puede decirse que es un acto tabú o, dicho de otro modo, un “pecado”. En la famosa novela “Matar a un ruiseñor” de Harper Lee, de la que existe una excelente película protagonizada por Gregory Peck, el protagonista Atticus Finch les dice a una pandilla de niños entre los que se encuentra su hija:

Preferiría que disparaseis contra botes vacíos en el patio trasero, pero sé que perseguiréis a los pájaros. Matad todos los arrendajos azules que queráis, pero recordad que matar a un ruiseñor es pecado. (…) Los ruiseñores no se dedican a otra cosa que cantar para alegrarnos. No devoran la fruta de los huertos, ni comida en los graneros, no hacen nada más que derramar el corazón, cantando para nuestro deleite. Por eso es pecado matar a un ruiseñor.

Cuánta razón lleva la autora y qué manera tan hermosa de decirlo, pues en verdad los poetas no hacen otra cosa que derramar su corazón, cantando para nuestro deleite. Fue a partir de este convencimiento, cuando comencé una nueva lectura de Machado en busca de sus ruiseñores. Y no tardé mucho en comprobar que Don Antonio también se hallaba inmerso en la corriente clásica que identifica a este pájaro con el canto y la figura del poeta. Hasta el punto de que en unas cuantas ocasiones se lo llama a sí mismo, tal y como ocurre en este “Poema de un día. Meditaciones rurales” fechado en Baeza en 1913 y que comienza de este modo:

Heme aquí ya, profesor
de lenguas vivas (ayer
maestro de gay-saber,
aprendiz de ruiseñor),
en un pueblo húmedo y frío,
destartalado y sombrío
entre andaluz y manchego.
Invierno. Cerca del fuego.

En este otro texto, en el que se dirige a su amigo Xavier Valcarce, también se refiere a sí mismo como aprendiz de ruiseñor: …si tuviera / la voz que tuve antaño, cantaría / el intermedio de tu primavera / -porque aprendiz he sido de ruiseñor un día-. Qué modestia la suya, mientras en el primer poema nos cuenta entre paréntesis el hecho de considerarse aprendiz de ruiseñor, y no maestro, en este segundo además afirma que tan solo ha ocurrido un día, lo que se puede entender como un breve periodo de tiempo.
Continuamos escuchando ruiseñores en su obra, como el de este tema en el que el poeta se dirige a otro amigo, “A José María Palacio”, para preguntarle por ellos y acabar pidiéndole que vaya al paraje donde está su tierra, el Espino, ya que él no puede hacerlo por encontrarse lejos:

Palacio, buen amigo,
¿tienen ya ruiseñores las riberas?
Con los primeros lirios
y las primeras rosas de las huertas,
en una tarde azul, sube al Espino,
al alto Espino donde está su tierra…

No solo cuando le habla a los amigos, sino también al referirse a otros poetas, Machado hace alusión al ruiseñor, como cuando le dice a Alonso Cortés: En tu árbol viejo anida un canto adolescente, / del ruiseñor de antaño la dulce melodía. O este otro, que se centra en la descripción bucólica de un paisaje y que tiene por título “A Juan Ramón Jiménez”, en el que el canto del ruiseñor parece el elemento sonoro imprescindible para completar el paraje idílico:

Era una noche del mes
de mayo, azul y serena.
Sobre el agudo ciprés
brillaba la luna llena,
iluminando la fuente
en donde el agua surtía
sollozando intermitente.
Sólo la fuente se oía.
Después, se escuchó el acento
de un oculto ruiseñor.

También nos lo volvemos a encontrar en este, asimismo titulado “A Juan Ramón Jiménez. Los jardines del poeta”, como si el pájaro cantor fuera en efecto una parte necesaria del idealizado jardín modernista:

El poeta es jardinero. En sus jardines
corre sutil la brisa
con livianos acordes de violines,
llanto de ruiseñores,
ecos de voz lejana y clara risa
de jóvenes amantes habladores.

He aquí las flores del poeta jardinero: acordes de violines, voces antiguas, risas de amantes y, por supuesto, llanto de ruiseñores. En este otro tema, que por su brevedad se puede transcribir completo, aparece un jardín donde, por una afortunada sincronía, el ruiseñor canta al compás del corazón del sujeto poético:

La fuente y las cuatro
acacias en flor
de la plazoleta.
Ya no quema el sol.
¡Tardecita alegre!
Canta, ruiseñor.
Es la misma hora
de mi corazón.

Se encuentra otra identificación entre ruiseñor y yo poético en este escenario bucólico donde un pastor enamorado baja del monte para bailar con su amada:

Del monte bajé,
sólo por bailar con ella;
al monte me tornaré.
En los árboles del huerto
hay un ruiseñor;
canta de noche y de día,
canta a la luna y al sol.
Ronco de cantar:
al huerto vendrá la niña
y una rosa cortará.

Llega el momento de hacer un grato balance: en los poemas de Machado donde habita el ruiseñor, gana la alegría sobre la melancolía. Aunque esto se debe muy posiblemente a que la mayoría están escritos en su primera época, influida por el espíritu y la moda modernista. La melancolía fue viniendo después, cuando la vida empezó a mostrarse con su cara más amarga.
En el poema que sigue, el poeta da a entender que en una situación de gran alegría, tal como ocurre en este canto de bodas, cualquier pájaro puede ser aprendiz de ruiseñor:

Y en este claro día
hay ciruelos en flor y almendros rosados
y torres con cigüeñas,
y es aprendiz de ruiseñor todo pájaro.

En circunstancias alegres todos los seres tienen el impulso de cantar; por tanto, cualquiera puede ser cantor, puesto que, al igual que hay un ruiseñor en la esencia de todo pájaro, también hay un poeta, o al menos un aprendiz de poeta, en el interior de cada persona.

Las abejas de las flores
sacan miel, y melodía
del amor, los ruiseñores;
Dante y yo -perdón, señores-,
trocamos -perdón, Lucía [4]-,
el amor en Teología.

Las abejas extraen miel de las flores y los ruiseñores sacan melodías del amor. Sin embargo, Dante y Machado van un poco más lejos en esa destilación alquímica y lo que sacan del amor es teología. Con la afirmación que entraña esta esclarecedora copla arribamos a una parte importante del viaje de nuestro querido poeta, pues a partir de cierto momento de su vida, posiblemente a cuentas del amor, su obra no paró de rezumar trascendencia. Ay, queremos creer que hasta el final. Pensar en ello resulta un poco reconfortante y ayuda a concluir este paseo poético libre por fin, si no del todo al menos en parte, de la rabia y la tristeza que produce la muerte de los ruiseñores.
Para acabar, transcribo este pequeño cuento de Gotthold Lessing en el que se nos invita, por el propio bien y el de los demás, a seguir cantando y no apagar nunca la voz:

-Vamos, querido ruiseñor, canta -le pidió un pastor al pájaro callado, una bella noche de primavera-.
-¡Ay! -exclamó el ruiseñor-. Las ranas hacen tanto ruido que me han quitado las ganas de cantar. ¿No las oyes?
-Claro que las oigo -repuso el pastor-, justamente las oigo debido a tu silencio.

[1] Ocurre que las cosas que se viven con mucha intensidad en el imaginario, a veces terminan apartándose de su representación real para pasar a ser en sí mismas significado. Dijo Jorge Luís Borges a propósito de un conocido poema de Rilke dedicado a un ruiseñor que le gustaba mucho: “Tanto lo han exaltado los poetas que ahora es un poco irreal; menos afín a la calandria que al ángel”.
[2] Aunque en la actualidad nos resulte extraño como nombre de mujer, en España tenemos el de Celedonia, ya en desuso, que significa precisamente golondrina y que procede de este nombre griego.
[3] Odisea, Libro VII XIX 518-22: “Como cuando la hija de Pantáreo, la parda Aedón, canta bellamente al comenzar la primavera posada en el frondoso follaje de los árboles, y ella deja oír su voz de sonidos variados, llorando a su hijo Itilo”.
[4] Lucía de Siracusa es la patrona de los ciegos y en La Divina Comedia simboliza la gracia iluminadora.