El cuento como elemento de comunicación

Conferencia leída en Guadalajara con motivo del XIX Congreso Nacional de Entrevista Clínica y Comunicación Asistencial

POR QUÉ CONTAR

Hace más de 20.000 años, nuestros antepasados dejaron el arte de sus pinturas en cuevas que, según han sugerido ciertos indicios, no eran habitadas, sino visitadas. Estas cuevas rupestres fueron lugares rituales a los que hombres y mujeres acudían para recorrerlas junto a alguien que, mientras mostraba las pinturas a la luz del fuego, les contaba lo que representaban. No sabemos, ni por asomo, qué se contaba, pero lo que sí es seguro es que había algún tipo de narración de viva voz. No nos resulta exagerado creer en ello porque las historias hunden sus raíces en la edad más antigua de la humanidad. Un tiempo muy largo en el que los humanos contaban en las paredes, en la ceniza, la arena, la cerámica, los huesos, las piedras, y también en el aire, de viva voz.

En nuestra época, inmersos como estamos en una sociedad profundamente letrada, donde se necesitan «papeles» para casi todo -como si la palabra humana fuera sinónimo de escritura-, nos resulta difícil imaginar el «papel» que desempeñaba la palabra dentro de una comunidad iletrada con una cultura hecha a sí misma sólo de viento, de palabras formadas de aire, sin representación física. Absolutamente toda la cultura se pasaba de padres a hijos a través de las historias contadas de viva voz. Esta es una de las conclusiones importantes a las que han llegado los investigadores, apoyándose en el estudio de los primeros textos escritos, en los que todavía quedan trazas de lo que fue un discurso puro oral.

Estos textos primigenios, a pesar de ser profundamente formativos respecto a costumbres y creencias, narran sucesos concretos, y no discursos de conceptos abstractos. Así, lo que se quiere transmitir en cuanto a valores y conocimientos se hace a través de cuentos, mitos, epopeyas y fábulas. La razón fundamental por la que es de este modo, radica en que el discurso oral ha de ser memorable; es decir, fácil de recordar para el que lo narra y también fácil de comprender y de aprender para quien escucha.

Otra cualidad necesaria para facilitar la memorización es que el discurso contenga muchos elementos rítmicos. La cadencia le vendrá gracias a las repeticiones, y éstas pueden ser muy variadas. Se pueden repetir las estructuras sintácticas o semánticas, algunas palabras, el número de sílabas, los acentos, o ciertos sonidos del final de las palabras. La repetición de sonidos es lo que conocemos por rima. Estas múltiples variaciones rítmicas construyen un discurso oral muy organizado y, en la mayoría de las ocasiones, versificado.

Así pues, el lenguaje oral es en esencia profundamente «didáctico» y para ser transmitido se vale del ritmo, una cadencia biológicamente placentera en la que los humanos estamos inmersos de día y de noche. El niño antes de nacer flota en la cadencia y el abrazo del latido y la respiración de su madre. Este ritmo tan marcado dentro del discurso, hace que pueda ser cantado e incluso bailado. Por lo tanto, en un contexto puramente oral, casi todas las manifestaciones culturales son comunitarias y están impregnadas de la más pura diversión: los oyentes participan en los coros, dan palmas y bailan.

Pues bien, los dos componentes básicos de la manifestación oral, que sea fabulado, es decir, lleno de acciones y no reflexiones, y rítmico, continúan siendo para nosotros el motor del aprendizaje y el esparcimiento. Lo que antaño se conocía con el término de instruir deleitando. Pensemos por un momento en las retahílas y formulillas que se le dicen a los bebés; si nos damos cuenta, la mayoría son historiadas, musicadas y profundamente rítmicas. Como ejemplo, bien nos puede valer el conocido cuento de «Cinco lobitos tiene la loba».

Un lenguaje tan formulario acaba siendo arcaico, pues se basa en un instinto conservador más que creador, y excluye el habla impredecible de la conversación corriente. Como consecuencia, dada su dificultad de ejecución, para mantenerse vivo pasa a manos de especialistas: rapsodas, músicos, sacerdotes, sanadores.

Estas personas tenían la llave de los conocimientos y el sentido de la palabra como ritual; por ello, todavía en lugares iletrados, la narración de mitos o la salmodia forma parte de la curación de un enfermo. Mircea Eliade, un estudioso de los mitos de diferentes pueblos y sus repercusiones sociales, cuenta que (…) el mito cosmogónico es susceptible de ayudar al enfermo a «recomenzar» su vida. Gracias al retorno al origen se espera nacer de nuevo. Todos los rituales médicos (…) hacen alusión a un retorno al origen. Se tiene la impresión de que, para las sociedades arcaicas, la vida no puede ser reparada, sino solamente recreada por un retorno a las fuentes. Y la fuente por excelencia es el brote prodigioso de energía, de vida y de fertilidad que tuvo lugar durante la creación del mundo. Asimismo, también reflexiona sobre lo chocante que resulta para nuestra cultura una visión «unicista» de los síntomas de malestar, ya sean de (…) orden biológico, psicológico o histórico. Una guerra desafortunada es equiparable a una enfermedad, a un corazón abatido y sombrío, a una mujer estéril, a la ausencia de inspiración en un poeta o a cualquier otra situación existencial crítica en que el hombre se ve impulsado a la desesperación. En todas estas situaciones negativas y desesperadas, aparentemente sin salida, puede cambiarse la situación por la recitación del mito cosmogónico.

Aunque pudiera parecer que hablamos exclusivamente del pasado, lo cierto es que esta forma profunda de comunicación, a través de las historias, continúa siendo tutora de nuestra cultura. Su primer soporte técnico fue, precisamente, la escritura, y aunque se han ampliado los «escenarios» desde los que se cuentan historias, como son las canciones, el teatro, la danza, las novelas, el cine, los juegos de ordenador, todas estas manifestaciones responden al mismo anhelo de recrearnos y aprender a través de ellas.

Su vigencia continúa siendo tal, que el estudio de las estructuras del relato -lo que técnicamente se ha empezado a llamar a partir de los años sesenta «narratología»-, despierta curiosidad en diferentes ámbitos, tales como el deporte, la economía, el derecho, la psicología, la empresa, las ciencias sociales y, por supuesto, la publicidad, siempre atenta a las nuevas tendencias estéticas y los contenidos innovadores. El proceso histórico en publicidad ha sido el siguiente: en un principio se vendía el producto, después la marca, y en esta última época, la historia asociada con ella. Como dice José Vidal-Beneyto, se ha pasado de la mercancía a la marca y de ésta a su mito.

Todo esto viene a corroborar la idea del gran poder de persuasión que tienen las historias sobre las personas. Existe un cuento tradicional que narra de forma muy hermosa hasta qué punto nos puede enfermar guardar un secreto, no contar algo. La primera versión aparece en Las Metamorfosis, de Ovidio, y existen variaciones del relato extendidas por todo el mundo. El fragmento que ofrecemos está recogido en Venezuela por Javier Villafañe:

(…) al otro día se fue el joven a cortarle el pelo al Rey, y se encontró con que el Rey tenía orejas de caballo, después que había cortado el pelo, el Rey le dijo que si juraba no decirle a nadie el secreto no lo ahorcaba, pero que si lo decía a alguien, moría. Así fue, el barbero prometió no decírselo a nadie, y se fue a su casa muy inquieto; pero resulta que al otro día amaneció muy enfermo, entonces llamaron a un médico y éste le dijo que él lo que tenía era algún secreto, y que si lo inquietaba mucho que fuera y lo dijera en un tronco hueco, así lo hizo, entonces sucedió que el tronco donde el barbero había dicho el secreto lo cogieron e hicieron un arpa (…)

PARA QUÉ CONTAR

La anécdota que relato a continuación, y que nunca he podido documentar, me la contó una persona desconocida, a propósito de enterarse que yo me dedicaba a contar cuentos. La verdad es que, aunque no sea cierta, bien merece, por lo hermosa, ser narrada:

Einstein acaba de dar una conferencia y una madre, como muestra de máxima admiración, le pregunta qué debe hacer para conseguir que su hijo sea como él. Tras pensar un momento, éste le responde: «Cuéntele cuentos. Eso es lo que mi madre hizo, contarme muchos cuando yo era pequeño».

Y ésta otra historia también habla de ciertas utilidades del cuento. Está extraída del prólogo al libro El arte de conversar, donde se cuenta cómo Oscar Wilde fue un gran narrador oral que se prodigaba en toda clase de tertulias y encuentros mundanos. Su fama de tener un discurso ameno y divertido era tal que:

No son pocos los que atribuyeron al Wilde narrador oral las cualidades de un verdadero sanador: el poeta E. Dowson consideraba que su pesimismo desaparecía al escuchar a Wilde, su amigo Frank Harris afirmaba que le había curado una fiebre y otros llegaron a sobreponerse a un dolor de muelas o a suplicar que sólo Wilde los acompañase en su lecho de muerte, como en el caso de lord Lytton.

Narrar historias crea vínculos

Existe un antes y un después en la relación que se establece entre las personas después de haber participado en una narración oral. Por una suerte de magia, éstas se comunican de una forma más cercana tras la intimidad que se crea con las palabras. El autor de Alicia en el país de las maravillas, Lewis Carroll, decía que un cuento era un «regalo de amor». Una manifestación de afecto por parte del narrador que invariablemente resulta correspondida por quien escucha. De este modo se establece una confianza mutua capaz de desbaratar muchas barreras y propiciar una comunicación significativa.

Confianza que, en muchas ocasiones, lleva como consecuencia unas ganas de contar también por parte del oyente. Un reconocido psicoterapeuta, Milton H. Erickson, decía: «Si quieres que alguien te hable de su relación con su hermano, todo lo que tienes que hacer es contarle una historia sobre tu propio hermano».

Cuando la comunicación se centra en el lugar indeterminado de los cuentos, allí donde los lugares no tienen nombre y todo ocurrió hace no se sabe cuánto tiempo, el oyente se puede sumergir en una realidad ajena y disfrutar del placer de evadirse de sus propios problemas. Esta parada de su tiempo psicológico, sin tensiones ni preocupaciones, le producirá, con toda seguridad, un gran descanso interior; y también qué duda cabe, un sincero agradecimiento hacia el narrador.

A estos lazos de confianza y afecto que nacen entre las personas cuando participan de la narración de un cuento, hay que añadir, además, los vínculos creativos que satisfacen el anhelo artístico tanto del que cuenta como del que escucha.

Las historias transmiten un mensaje indirecto

Cuando cuenta, el narrador se limita a sugerir, nunca impone su historia. El mensaje, por lo tanto, no es agresivo y deja en completa libertad al oyente. De hecho, una misma anécdota estimula una asociación propia en cada persona. La conclusión individual a la que llega puede ser muy fructífera, pues aunque solemos mostrarnos reacios a los cambios y a las ideas de otros, es difícil resistirse a una asociación que uno mismo ha establecido. Es más, si el cuento es complejo, muchos estudiosos de las implicaciones psicológicas que conlleva su escucha, afirman que ni tan siquiera la persona puede darse cuenta de a qué ideas del cuento ha sido más sensible, y no por eso la historia ha dejado de actuar en su beneficio.

La historia que se narra puede establecer un paralelismo con el problema que en esos momentos aqueja al oyente, puede brindarle un nuevo punto de vista, y tal vez le aporte una solución que de otro modo habría pasado por alto. Esta estrategia generalmente es más eficaz que un consejo directo, que se suele rechazar. Si además son varias las historias que se cuentan sobre el mismo tema, la persona capta de manera inconsciente lo que necesita, sin pasarlo por su filtro de raciocinio.

El hecho de que algunos terapeutas utilicen las historias para insinuar indirectamente las cosas al paciente, sobre todo cuando observan mucha resistencia por su parte a acoger algún consejo, se funda en el principio que dice que el carácter indirecto de la comunicación guarda una relación proporcional con la magnitud de la resistencia percibida. Esta fábula de Esopo ilustra cómo se pueden conseguir muchas más cosas de buenas -e indirectas- maneras que por la simple imposición:

El viento del norte y el sol tuvieron cierta vez una disputa acerca de quién de los dos era el más fuerte. Cada uno relató sus más célebres hazañas y al fin terminaron como habían empezado: cada uno pensaba que era él el que tenía mayor poder.

En ese momento apareció un viajero, y coincidieron en dirimir la cuestión con esta prueba: quien antes lo obligara a quitarse la capa que llevaba puesta, sería el vencedor.

El jactancioso Viento Norte fue el primero en probar, mientras el Sol observaba detrás de unos grises nubarrones. Dejó caer sobre el viajero una furiosa borrasca que casi le arranca el abrigo, pero aquél no hizo más que ajustárselo mejor al cuerpo, y el viejo Bóreas agotó sus fuerzas en vano. Mortificado por su fracaso, se retiró al fin, presa del desconsuelo, mientras decía «no creo que tú puedas lograrlo».

Apareció entonces el Sol, cordial y en todo su esplendor, disipando las nubes que había reunido en torno de sí y lanzado sobre el viajero sus más cálidos rayos.

El hombre elevó la vista agradecido, pero luego, agobiado por el súbito calor, prontamente se quitó la capa y buscó alivio en la sombra más próxima.

Los refranes o los proverbios, las máximas en general, asimismo pueden resultar muy sugerentes. Estas expresiones, aunque transmiten un mensaje más directo, también trabajan con la metáfora y desde una imagen que aproxima su comprensión de manera indirecta. Estas frases sentenciosas, si se emplean en el momento justo, pueden ejercer un influjo muy beneficioso y conseguir que su enseñanza se incorpore con facilidad a la actuación de la persona. He aquí una pequeña antología de proverbios de diferentes partes del mundo:

Aunque el pájaro sobrevuele tu cabeza, no le dejes anidar en tu pelo. Dinamarca.
Cuando predica el zorro, encierra tus gansos. Alemania.
El que ha sido mordido por una serpiente, de un pedazo de cuerda huye. Persia.
Si quieres saber cómo es el camino, pregunta a los que vuelven. China.
Si el mandril se viese el culo, también se reiría. Kenia.

Y para acabar, éste de la India:
No le recrimines a Dios por haber creado al tigre, agradécele que no le pusiera alas.

En resumen, el sistema de comunicación fabulado dejará, cuando menos, libertad y sonrisas en el oyente. Asimismo, las historias sembrarán ideas nuevas, le invitarán a formular opiniones y le sugerirán soluciones.

Las historias engañan al tiempo y nos distraen

Una narradora quechua, indígena del Perú, al ser preguntada sobre cuál era el contexto en el que se contaban historias en su comunidad, dijo que los cuentos se contaban para dormir al miedo. Una expresión hermosa y no carente de verdad, pues las historias tienen la facultad de desensibilizar a una persona respecto a sus temores, siempre y cuando los cuentos que escuche los reflejen en grados controlados. Dormir al miedo, y en un caso extremo, anestesiarlo. Esta anécdota, recogida por George W. Burns, así nos lo demuestra:

En 1794 operaron a un niño de 9 años de un tumor. En aquella época, hace más de 200 años no había antibióticos ni analgésicos (…) para ayudar a distraer su atención mientras le operaban le contaron un cuento tan fascinante que después juró no haber sentido ningún dolor. El cuento se titulaba «Blancanieves». Dieciocho años después ese niño llevó un libro al editor, un libro de cuentos que sería famoso hasta la fecha «Cuentos de niños y del hogar». Era Jacob Grimm.

Dormir al miedo, anestesiar, y también aburrir al dolor. En ocasiones extremas en las que la realidad puede ser muy dolorosa, como acabamos de ver, la distracción logra ser de suma utilidad. En esos casos entretener el tiempo, ayudar a que pase, puede ser profundamente curativo. El dicho popular, en apariencia con connotaciones peyorativas, en el que se dice de una persona muy habladora que «habla más que un sacamuelas», nos indica hasta qué punto, a falta de recursos técnicos mejores, una conversación apabullante puede resultar muy beneficiosa como distracción.

El acto de narrar burla al tiempo, por instantes lo detiene, lo alarga o lo acorta. En resumen, interrumpe la realidad del momento y abre una puerta a lo maravilloso, un lugar donde no existe el dolor «real».

Las historias perduran en la memoria

Las historias imprimen su huella en la memoria. La estructura sobre la que se sustentan favorece su recuerdo y, como consecuencia, hacen memorable el mensaje. Las anécdotas quedan fijadas gracias a su virtud para conseguir que ideas sencillas cobren vivacidad. Una buena historia, que llega en el momento adecuado, puede acompañar y dar fuerzas a una persona durante mucho tiempo. Le puede ayudar a encontrar el sentido de la vida, como nos dice Italo Calvino:

El narrador era aquél que transmitía experiencia, en épocas en las que la capacidad de los hombres para aprender de la experiencia no se había perdido aún. El narrador acude a un anónimo patrimonio de memoria transmitido oralmente, donde el suceso aislado en su singularidad nos dice algo del «sentido de la vida». ¿Qué es el «sentido de la vida»? Es algo que podemos captar solamente en las vidas de los demás, que, por ser objeto de narración, nos presentan como consumadas. (…) El cuento popular habla de la vida y alimenta nuestro deseo de vida.

No es tan extraño comprobar que todas las grandes religiones del mundo se han formulado gracias a las historias, fábulas y mitos primigenios. En el cristianismo, con las renombradas parábolas, el budismo con los cuentos zen y el islam con los cuentos sufíes y las conocidas aventuras del personaje Nasrudín.

Si una actividad humana tan trascendente no las desdeña, es evidente que su valor va más allá del mero entretenimiento. Las historias ayudan a edificar la personalidad: las emociones, el pensamiento y la conducta de una persona, y de este modo a llevar una vida más equilibrada. En sí mismas son una forma creativa y flexible de comunicación y sirven como «modelo» de una vida mejor. Los cuentos nos ayudan a recordar lo que seguramente alguna vez se supo y con el tiempo se había olvidado.

CÓMO CONTAR

Como nos dice Walter Benjamín, narrar no es sólo un arte, es además un mérito, y en Oriente hasta un oficio. Acaba en sabiduría, como a menudo e inversamente la sabiduría nos llega bajo la forma del cuento. El narrador es, por tanto, alguien que sabe dar consejos, y para hacerlo hay que saber relatarlos.

Por lo tanto, tan importante es la elección de lo que queremos contar, como la forma en que lo haremos. Una narración oral torpe o pesada arruina cualquier buen cuento; así como una historia sosa, por mucho que se esfuerce el narrador, dejará frío a su auditorio. Si queremos contar una historia, bien de nuestra invención, de nuestro recuerdo o de autor, lo primero que nos tenemos que plantear es si nos gusta verdaderamente. Este requisito es determinante, ya que es el interés que despierta la historia en nosotros lo que nos empujará a querer comunicarla.

Es muy importante que aprendamos a discernir lo significativo de un relato de aquellos detalles prescindibles y que pueden recargar en exceso la narración. Tendremos que fijarnos sobre todo en las acciones, ya que son el motor del relato, para aprender su sucesión cronológica. Una vez que nos familiarizamos con lo que podríamos llamar el armazón de la historia, su estructura interna, perdemos el miedo a los olvidos, pues éstos siempre serán superficiales y, por lo tanto, subsanables en las siguientes ocasiones en que lo contemos.

La historia elegida ha de conservar las partes clásicas de un relato: planteamiento, nudo o desarrollo, y desenlace. En un relato oral el final de la historia es importantísimo y casi siempre coincide con el momento de máxima tensión. Cualidad ésta, que siempre respeta el chiste, una manifestación tradicional oral en perfecto estado de salud, y que a diferencia del cuento breve, busca la risa a toda costa. También es importante, para mantener la atención hasta el último instante, localizar cuál es la intriga que circula a lo largo del relato y procurar mantenerla sin traicionarla antes de tiempo.

Cuando narramos algo, por corto que sea, hemos de tener la sensación de que nos detenemos en ello, imaginándolo, viviéndolo de alguna manera, pues de lo contrario parecerá un resumen desprovisto de «pasión» como si lo hiciéramos de pasada, sin importarnos gran cosa. Difícil será que consigamos encandilar con una historia que a nosotros mismos nos deja indiferentes.
El narrador tiene que emocionarse con su relato, no existe otra forma de que llegue el mensaje al oyente. Eso no quiere decir que haya que ser exagerado en la expresión, pero sí que propiciemos un profundo sentido de verdad, aunque lo que contemos sea, por supuesto, mentira pura. Parece ser que fue verdad esto que nos relata el escritor Martin Buber :

Un cuento debe contarse de tal modo que constituya una ayuda por sí mismo. Mi abuelo era cojo. Una vez le pidieron que contara algo sobre su maestro. Y él contó cómo su maestro solía brincar y bailar cuando rezaba. Mi abuelo se levantó mientras hablaba, y estaba tan absorto en su relato que empezó a brincar y bailar para mostrar lo que su maestro hacía. Desde ese momento, quedó curado de su cojera. ¡Así es como se debe contar un cuento!

Si queremos que la magia de un relato circule a través de nosotros ininterrumpidamente, hemos de perderle el miedo a los errores –que sin duda se producirán- y a aprender a subsanarlos sobre la marcha, sin interrupciones. Esta recomendación es muy importante, pues nunca estamos libres de equivocarnos y merece la pena ejercitarse en no romper el hilo narrativo, pase lo que pase. Nuestros oyentes nos lo agradecerán.

Mientras contamos, a través de la mirada y las actitudes de nuestros oyentes, podemos ver el grado de atención que despierta nuestra historia y cuáles son los pasajes que les están resultando más interesantes o aburridos. De estas miradas y sus sutiles matices, hemos de extraer las conclusiones necesarias para mejorar nuestra narración en próximas ocasiones.

QUÉ CONTAR

Una historia es una breve narración relativa a un suceso verdadero o imaginario, que por su contenido puede resultar interesante. A partir de esta definición tan amplia, se entiende que podemos contar muchas cosas.

En primer lugar historias inventadas por nosotros mismos. Aunque parezca algo difícil, en general solemos ser mucho más creativos de lo que pensamos. Todas las personas que han tenido niños pequeños a su cargo, en mayor o menor medida han terminado inventándose historias para entretener y divertir. Las facultades de inventiva son patrimonio de todas las personas.

Otro grupo de historias susceptibles de ser narradas son las anécdotas personales que por su interés consideremos dignas de ser contadas.

Hace unos años después de una copiosa nevada, me dispuse a dar un paseo y aprovechar la magia de la ciudad vestida de blanco. Al lado del parque por donde caminaba vislumbré el cementerio, que me atrajo de forma inmediata. Tantas flores de plástico de vivos colores, tanta monotonía y tanto silencio, con la nieve se habían convertido en un cuadro hermosísimo. De pronto, a lo lejos dentro del recinto, escuché voces y risas. Era un sonido muy juguetón que me atrajo sobremanera dado el contraste que producía. Me acerqué a donde creía que surgían las voces. Allí estaban, los empleados del cementerio jugando a tirarse bolas de nieve con verdadera emoción mientras se parapetaban detrás de las lápidas. Alguien me vio e inmediatamente dijo a voz en grito: «Parad la guerra, que viene gente». «No, no, por favor, sigan jugando, que ya me marcho», les dije. Por nada del mundo habría querido interrumpir aquel momento. De hecho, continúa vivo dentro de mí, como algo inspirador: ver cómo jugaba gente mayor, enterradores, en el cementerio silencioso y nevado. Por encima de tanta muerte siempre está la hermosura de la vida, con su alegría pronta a brotar.

Podemos contar anécdotas personales, como la anterior, o historias relatadas por otras personas. Las anécdotas pueden estar referidas a una sensación, un sentimiento o un lugar. Como en cualquier relato para ser contado de viva voz, las más interesantes serán las que cuenten acciones, en las que «pasa» algo, no aquellas en las que sólo se describe una emoción sin desarrollo o sin un final claro.

Dentro de estas historias de otros, en primer lugar encontramos los relatos tradicionales sin autor conocido y que son patrimonio del mundo entero. Existen cuentos de todos los lugares del planeta, y no es una afirmación exagerada decir que todas las culturas de las que tenemos noticia se han construido, al menos en parte, gracias a sus historias.

Las formas narrativas que encontraremos serán muy variadas: en prosa o en verso podremos hallar cuentos –de animales, de costumbres, maravillosos-, mitos -griegos y latinos, y de otras culturas- y leyendas –antiguas y, como se denominan en la actualidad a las modernas, urbanas-; en definitiva, un abanico innumerable donde el mejor criterio será el gusto personal de cada cual.

Como curiosidad, diremos que, cuando en los cuentos tradicionales aparecen médicos, éstos suelen estar sometidos a las indicaciones de la muerte, de la que a veces son sus protegidos, siempre y cuando acaten las normas de curación que ella establece. En los cuentos, aquel que las transgrede para su propio beneficio, lo paga muy caro. Si bien es cierto que en ocasiones alguien la consigue engañar, al final, como en la vida misma, siempre termina cobrando su deuda.

En un género menor, también encontraremos libros llenos de anécdotas referidas a pasajes de la historia, de famosos, de artistas y de personajes históricos. Además de otras antologías sobre poemas, refranes, proverbios, fábulas y chistes. Finalmente, podemos encontrar también antologías sobre cuentos filosóficos, terapéuticos, pedagógicos… en general considerados «de ayuda» que nos resultarán más o menos interesantes según sean los objetivos que nos acerquen a ellos.

Dentro de las colecciones famosas de cuentos tradicionales destaca el libro Las mil y una noches, una recopilación de cuentos tradicionales reunidos alrededor de una historia que conforma su marco narrativo y que es una metáfora hermosísima de cómo los cuentos nos salvan de la muerte. Otras colecciones clásicas igualmente interesantes y muy conocidas son: El conde Lucanor, El asno de oro, El decamerón, Los cuentos de Canterbury…

Desde la popularización de la escritura y gracias al gran invento de la imprenta, además de las historias tradicionales, que se han venido transmitiendo de generación en generación, también podemos disfrutar de grandes narradores con obras literarias de primer orden. Son cuentistas famosos: Cortázar, Chéjov, Maupassant, Borges, Monterroso…

Si queremos narrar historias de viva voz como herramienta valiosa para establecer comunicación entre las personas, es importante hacernos con un pequeño y selecto repertorio. Éste contendrá aquellas historias que forman parte de nuestro equipaje de conocimientos y experiencias. Que cada persona reflexione sobre cuál es su universo de cuentos. Qué historias recuerda, los cuentos que le llegaron de su infancia, quién se los contaba y cuáles han sido determinantes en concretos pasajes de su vida. Historias, en suma, que le han acompañado a lo largo de los años y que haría muy bien en transmitir a cuantos le rodean. En este esfuerzo por recuperar la memoria, recomiendo la lectura de Antonio R. Almodóvar, Fernán Caballero y Julio Camarena, estudiosos de nuestro folklore que tienen editados numerosos libros de recopilaciones de cuentos populares.

Para terminar, me despido con este cuento sufí:

Un maestro espiritual tenía varios discípulos y, todas las mañanas, les hablaba de la naturaleza de la bondad, de la belleza y del amor. Una mañana, cuando estaba a punto de empezar a hablar, un pájaro se posó en el alféizar de la ventana y se puso a cantar. El pájaro cantó un instante y luego desapareció. El maestro se levantó y dijo:
– La charla de esta mañana ha terminado.