Texto publicado en el libro Palabras por la Lectura
Sobre nuestro hermoso planeta crecen estos seres silenciosos y gigantescos a los que llamamos árboles. Viven a mitad de camino entre la tierra y el cielo y sus portes señoriales despiertan la curiosidad del estudioso y la fantasía del soñador. Será el murmullo del viento entre sus hojas o su tronco quejumbroso, la luz aterciopelada que se filtra del sol o su frondosidad más oscura, pero algo hay en los árboles que habla e inspira desde siempre a poetas y cuentistas. Ryo-nen insta a escucharlo en el último poema que escribió:
(…)
Ya he hablado bastante a la luz de la luna.
No me preguntéis más.
Escuchad, simplemente, la voz de los pinos y los cedros,
cuando no sopla el viento.
Aunque nos son profundamente necesarios por motivos de supervivencia, hoy sólo quiero argumentar razones poéticas de la gran afinidad que nos une a ellos como compañeros de viaje por la tierra. Así pues, me detendré “debajo de un manzano, mediante la pura meditación, en la tarde de un viernes, en la estación de las manzanas, cuando hay luna llena”, donde, según Robert Graves, se encuentra el lugar de la sabiduría y la comprensión. Allí, junto a Venus, diosa del amor y la belleza, regidora del viernes y señora del manzano, al amparo de la luna, quiero dejarme llevar por las palabras que han producido los árboles, cual si fueran frutos, en los corazones de hombres y mujeres.
¡Árboles!
¿Habéis sido flechas caídas del azul?
¿Qué terribles guerreros os lanzaron?
¿Han sido las estrellas?
(…)
Como tantos otros humanos a lo largo de la historia, García Lorca se pregunta por su origen. Y la respuesta imaginativa se encuentra en los relatos primordiales de muchas culturas. En unas historias son lanzados desde arriba, tras cruenta batalla, como les ocurrió a los baobabs, que cayeron al revés y así continúan, con las raíces hacia el cielo y la copa profunda, misteriosa y plagada de cuentos, hacia dentro de la tierra.
En otras historias, los árboles son originariamente ninfas que ven metamorfoseado su cuerpo, en muchos casos por huir del abrazo de los dioses. Como Pitis, convertida en un pino de puro miedo cuando era perseguida por el dios Pan. Y Dafne, quien en su huída ante los requerimientos de Apolo, pidió ayuda a la Madre Tierra y ésta se la llevó con ella y en su lugar puso un laurel. Dicen que el dios de la poesía en verdad la amaba, pues al sentir la corteza entre sus brazos, cortó una rama del árbol y se la puso de corona. Tal vez para hacerla musa de sus pensamientos. Otras veces es el amor y no el miedo el que lleva a la transformación, como le ocurrió a Fílide, princesa de Tracia, quien acabó convertida en almendro de tanto esperar la llegada de su amado Acamante de la guerra de Troya. Cuando por fin éste apareció, fueron tantas las caricias y las palabras que rodearon su tronco, que no pudo por menos que florecer en respuesta a su ternura. Esta es la razón por la que desde entonces, los almendros regalan sus flores antes de brotar las hojas. Y también fue el amor la causa de la transformación para las hermanas de Faetón, que de tanto llorar por su muerte, acabaron convertidas en sauces llorones.
La mitología clásica cuenta muchas historias más de este tema; sin embargo, parece que el tiempo no haya pasado, pues las metamorfosis arbóreas continúan poblando nuestra imaginación poética. Las ninfas se convirtieron en árboles –aunque no para siempre, pues en muchos cuentos al atardecer vuelven a ser danzarinas damas verdes- y los humanos una y otra vez revivimos este mito de múltiples formas para continuar hermanándonos con ellos. De este modo lo expresa Ezra Pound en su poema “A una niña”:
El árbol se ha metido en mis manos,
la savia ha subido a mis brazos,
el árbol ha crecido en mi pecho
hacia abajo.
(…)
Cuando los pájaros confunden a Gloria Fuertes con un árbol, por algo será…
Los pájaros anidan en mis brazos,
en mis hombros, detrás de mis rodillas,
entre los dedos tengo codornices,
los pájaros se creen que soy un árbol.
(…)
Para Oliverio Girondo no hay confusión, sino certeza. He aquí el inicio de su poema titulado “Arborescencia”:
Creí que fuese un pelo rebelde,
atormentado,
pero al mirarme el pecho
comprobé que era verde.
El texto continúa, no sin cierto humorismo, hasta la transformación cumplida del poeta: Ahora ya es un árbol / solitario, / frondoso, / perfecto, / chiquitito.
Gracias a su longevidad –algunos ejemplares ilustres llegan a vivir miles de años-, no resulta extraño identificarlos con la facultad humana de la memoria. Este convencimiento le hace decir a María José Flores: Mi memoria es verdor / y hojas / y espesura / (…) / Mi memoria es un árbol. Y he aquí, en este poema de Alberto Forcada, una síntesis gozosa entre árbol, memoria y abuela:
Mi abuela era un árbol
cuya memoria se agitaba con el viento.
En las tardes me encantaba
columpiarme en sus brazos
y ver las cosas
desde la increíble altura de su infancia,
aunque a veces,
presionada por mis preguntas,
se la quebraban las ramas
y, llorando, me dejaba en el suelo.
Una vez personificado el árbol, quién nos dice que en su etapa infantil no esté necesitado de una nana. Bernardo Atxaga se la canta en “Nana para un pequeño manzano”:
No te preocupes, ya estás creciendo, dormilón,
miniatura nuestra, manzano pequeñín, bombón.
Y si comes como sueles, glotón más que glotón,
dentro de veinte años serás un árbol gordinflón;
(…)
A propósito de infancia arborescente, he aquí este fragmento de Pedro Salinas:
El árbol tiene un verdor
sin usar y es un chiquillo
que lloraba por tener
vestido nuevo y la madre
primavera se lo dio.
Según una leyenda altaica, los espíritus de los niños y niñas, mientras esperan el momento de nacer, viven en el árbol cósmico en forma de pájaros. Y para continuar con la saga de árboles extraordinarios, aquella historia de un manzano mágico, que según nos cuenta Víctor González, daba pájaros, que brotaban colgados por el pico, en vez de manzanas. Luego, “cuando estaban maduros caían como manzanas, pero no llegaban al suelo, pues se iban volando”. O este otro árbol de Óscar Hahn que no daba pájaros ni niños, sino violines:
Ese árbol
tiene un violín adentro
No fue tallado aún pero está dentro
Espera el día de la resurrección
árbol adentro
(…)
La contemplación poética descubre insólitas imágenes, pero volvamos a la serenidad con los últimos versos del poema “El manzano” de Wislawa Szymborska, todo él pura filosofía:
(…)
yo debajo, él tan inconcebible, como si yo con él soñara,
o como si todo, menos él, fuera un sueño
demasiado visible y vanidoso,
quedarme un poco más, no volver a casa.
Sólo los presos ansían volver a casa.
El poema crece cuando el poeta se adentra en las repercusiones emocionales que despierta la pura contemplación del árbol. Antonio Machado escribió uno de sus poemas más hermosos dedicado a un olmo seco y su esperanzado brote primaveral, Gerardo Diego inmortalizó al ciprés gigante de Silos con su personal ansia de ascetismo, Pedro Salinas escribió una historia de amor entre el agua de la alberca y un verde chopo, Luís Cernuda confiesa emocionado que le gusta abrazar a los árboles a escondidas. Pongamos el cierre lírico de este memorable recuento –que por fortuna podría alargarse mucho más- con las palabras de Klaus Rifbjerg:
Si un poema es como un árbol
es hermoso.
Si un árbol es hermoso
es como un poema.
(…)
Los árboles, dotados en nuestra imaginación de un alma sensible, son pacientes, sabios, solidarios, tranquilos, maduros, pacíficos, acogedores y hacen gala de una gran conformidad, ya que aprovechan y aceptan lo que hay, bien sea el tipo de suelo, el viento o el agua. Y lo más sobrecogedor: no exhalan ni una sola queja frente a su destino, en muchas ocasiones cruel. En esos momentos de impotencia, convendrá invocar a los “ents” de El Señor de los Anillos, seres arbóreos capaces de desplazarse, establecer relaciones y defender su mundo. Un comportamiento de lo más natural si entramos en el pensamiento mítico que tan bien conocía Tolkien. Seguramente nuestro espíritu infantil los añore, y se consolará al imaginarlos en hazañas portentosas como justos vengadores de las afrentas al mundo vegetal.
Qué gusto da escuchar historias en las que los árboles resisten. Como la del Ginkgo, un auténtico fósil viviente, capaz de soportar todo tipo de enfermedades y circunstancias hostiles ¡incluso la radiactividad! Existe un ginkgo en Hiroshima que sobrevivió afortunada e inexplicablemente al ataque nuclear de 1945 y que tiene sus hijos repartidos –como un mensaje vivo de paz- por numerosos parques de las capitales del mundo. Y esta otra historia del famoso Bosque de los Noventa y Nueve Árboles, también en Japón. Cuentan que una dama esquiva puso como condición a su ferviente admirador que llamase a su puerta cien veces y la última sería admitido. El hombre cada día llegó y plantó un árbol, y cuando hubo plantado el nonagésimo noveno, desistió de volver nunca más. Para entonces tal vez su deseo había sucumbido. Sólo permanecieron los árboles. Y esta última historia también esperanzadora: cuando los invasores japoneses se marcharon de Corea, los coreanos destruyeron todo su legado, de forma que los edificios y monumentos fueron demolidos y las estatuas derribadas. También en este caso perduraron los árboles; todos los cerezos plantados por los japoneses fueron respetados y todavía iluminan con sus flores las primaveras de Corea.
Llega el momento de buscar un claro en este bosque generoso del que hemos recibido inspiración, memoria y esperanza. A estas alturas, nosotros los lectores hemos de sentirnos doblemente agradecidos. Además de sus ramajes, flores y frutos, de sus poemas y sus cuentos, los árboles nos regalan las hojas mismas de los libros. ¿No es razón más que suficiente para que amemos leerlos y plantarlos? Como despedida, todavía con la pregunta en el aire, vaya esta recomendación de lectura: “El hombre que plantaba árboles” de Jean Giono. Un libro que rezuma en cada hoja pura emoción verde. Y que sean los versos de Julia Otxoa los que cierren esta meditación arbórea:
(…)
Mi silencio emocionado
era entonces un manzano mecido por la brisa.